sábado, 12 de octubre de 2024

Querida Rosaura (Cap IV-3era parte)

 


Bernardo comenzó a llamar a los perros a los gritos porque se iba para su granja; tenía que arrear las ovejas y ya se le estaba haciendo tarde. El tío Agustín tocaba el acordeón debajo de los tilos mientras Juan José lo acompañaba con la flauta. Eran dos bohemios inmersos en un presente desplomado que aleteaba para surgir, con estrépito, a la superficie.

-Bah… a estos le falta coraje-dijo Bernardo cuando pasó arrastrando los pies seguido por seis de los ocho perros que lo habían seguido hasta la chacra de su hermano.

 

 

 

El tiempo curaba los dolores del alma y daba paso al recuerdo que era solamente el punto de retorno a la infancia, a los segundos de felicidad contados y al esfuerzo de levantarse por las mañanas para ver cómo las langostas se llevaban los sembrados. Todo resultaba demasiado difícil para algunas personas que no sabían las artimañas lógicas y necesarias para llevar adelante los negocios.

En el campo la naturaleza manda y eso cada uno lo sabía de antemano por eso seguían las leyes de los ancestros sin claudicar nunca, con la convicción de que se luchaba para preservar el patrimonio frente al pueblo sofista.  Los sueños de los abuelos plasmados en el gesto de los nietos. El milagro repetido.

Juan Waner se dejaba arrastrar por las palabras de su padre, don Julio:

-La tierra no se vende.

Esas ideas eran como códigos impuestos y se llevaban el orgullo. El campesino debía, por tradición familiar, respetar el sacrificio de los inmigrantes que dejaron su vida y un legado. Por eso Juan era demasiado manso y se entregaba a la apatía; parecía que no le importaba la sequía, el precio del cereal y los impuestos. Es que sabía que aunque pasara lo peor, él tenía que seguir firme, en batalla, defendiendo el patrimonio con el mismo temple que sus antecesores. Vivir y morir para esa Patria que lo vio nacer, con la capacidad que Dios le dio y la preocupación honda que le laceraba las arterias. No podía demostrar lo que sentía ni enojarse como su hermano Bernardo porque el impedimento para expresarse se había transformado en una enfermedad. El silencio atronaba en los oídos de su familia que solía gritarle:

-¡Papá, mira el dibujito!

-Muy lindo, hija-decía Juan a Rosaura que se había escapado de Magdalena en dirección al galpón donde su padre estaba arreglando el tractor.

-Mamá quiere mandarme a la casa de las tías para que después vaya a estudiar corte y confección, pero yo quiero aprender a tocar el piano.

-Vamos a ver…

-¡Quiero estudiar piano!

-¡Niña, calma!

Rosaura le pedía a su padre con la desesperación de alguien que sabía que jamás iba a poder tener sus gustos porque Magdalena manejaba su vida de manera arbitraria. La niña temblaba, lloraba un poco y luego se tranquilizaba. Tomaba entre sus brazos a un gato y se lo llevaba a su cama a dormitar en el cobertor de lana amarilla. Evidentemente, se sentía muy sola y esa esfera peluda era una compañía que no le hacía reproches ni le ordenaba cuáles eran sus deberes y obligaciones. El felino era el remanso de templanza que la acercaba a los carruseles y a las barcas de papel.

-Las noches se dibujan con sueños, sabes-le decía a Milo que la miraba arrobado con un sopor de gato aniñado-. En el cielo está Santiago que llora porque quiere regresar; en ese momento tiembla la tierra y se desprenden los cristales para formar nuevas estrellas diamantinas donde irán a vivir otros bebés.

Rosaura estaba obsesionada con ese firmamento abovedado y mágico que parecía arrastrarla a los confines. Se aferraba a un vestigio de ternura en un coloquio íntimo, a vuelo de pájaro, para inventar vivencias con palabras imaginadas.

-¡Ven a cambiar a Rubén!-se escuchó una voz.

Magdalena la estaba llamando para que fuera a atender a su hermano porque ella estaba haciendo la comida.

Había olor medicinal en ese cuarto; los eucaliptos daban sombra sobre la ventana y en el borroso espejo se veía una imagen: la madre-niña que sabía lo que era la melancolía porque alguien la había elegido para ocupar ese lugar, para servir a los demás sin pedir nada a cambio. Ella se brindaba, torpemente, con la inocencia de sus alas para atrapar el amor que tanto necesitaba para crecer.

-¡No hay una cervecita!-gritó Bernardo antes de entrar a la cocina-. Bah… acá tienen unos tomates-volvió a decir arrojando el paquete sobre la mesa.

-Gracias por la generosidad-dijo Juan José con ironía.

-No me cuesta nada.

-Por eso los trae… Disculpe, tío.

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QUERIDA ROSAURA
--------------------------------Madre, Santas, El amor verdadero, Jane Austen, retratos literarios, interpretación de textos, Los inmigrantes.

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