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El silencioso grito de Manuela (Cap VIII. 2da parte)

 


Letizia siguió el funeral desde lejos mirando igual que una extraña cómo se iba una parte de su vida. No sentía nada. José era el único culpable de su destino por haberse abandonado a los vicios. ¿Debería perdonarlo? No lo sabía. Aquella bolsa de huesos era el padre de sus hijas que no podía suplicar; el hielo de la muerte le había arrebatado la esperanza.

-No existen fórmulas para quedarse o para partir; los paraísos y los infiernos están en todos lados. Sigue tu rebaño que serás libre… -murmuró Letizia detrás de la arboleda con su traje negro y los párpados cerrados.

Al regresar a la casa, por las calles, la gente la insultaba; trataban de descargar tensiones en busca de un culpable a tanta injusticia pero no reparaban en ese cuerpo vencido por la lucha repetida.

Las veredas se teñían del gris oro del otoño mientras la noche asomaba con sus liras a transgredir los espacios en la casona de Manuela y Julián. José había muerto por amor y seguramente su alma estaría atravesando algún confín para llegar a esa cercanía que le fue prohibida.

Letizia sintió frío y un temblor le recorrió la espalda; no hallaba claridad para sus interrogantes y la paz que tanto deseaba alcanzar se le tornaba esquiva como si estuviera escribiendo la primera página de una lenta agonía.

-¡Pobre niña! No sabe vagar con su silencio -dijo Manuela acostumbrada al sonido intermitente de la muerte.

Al otro día, Julián recibió una noticia escalofriante que llegó de boca de Alejandro Roca, el marido de Encarnación. Al parecer José Rodríguez no había fallecido y se encontraba en un hospital de Galicia en estado vegetativo. La ingesta de alcohol y de medicamentos lo había llevado a un estado de postración irreversible. Letizia, evidentemente, se había equivocado de entierro.

-Yo sentí anoche su presencia en la sala, algo sobrenatural se aferraba a los muros.

-No tiene ingenio ni para morir -dijo Manuela con un gesto sardónico.

-Mujer, es el padre de las niñas -contestó Julián.

-No, ya no lo es.

La noticia no cambió en nada la indiferencia de Letizia que seguía abandonada al jolgorio de las noches. Necesitaba dinero para suplir la falta de cariño y eso Julián se lo suministraba porque verla contenta le daba la fortaleza necesaria para escapar de la rutina y de la nostalgia.

Manuela rezaba la novena letanía mientras miraba a su hija coser lentejuelas negras en un vestido de fiesta. Había cruces esparcidas sobre la mesa entre los hilos. Dolores y Laura, que ya habían crecido, insistían en salir a divertirse con su madre.

Letizia Costa Río quería conquistar espacios porque se sentía por primera vez una mujer que podía encontrar al hombre que quisiera, sin importarle las leyes morales y los reproches de Manuela. Atrás habían quedado los carruseles, las armellas y cerrojos, el naufragio de su matrimonio… No le importaba la búsqueda espiritual porque el desafío la invitaba a sentir esa chispa de fuego en sus entrañas aunque estuviera un poco presa de las limitaciones. Letizia no sabía amar porque nadie le había enseñado, ni siquiera José que constantemente removía los escombros reclamando la atención que no tenía. Tal vez, era tarde para empezar porque el abandono había empobrecido la esperanza.

Cuando Lucía se sometía a largas jornadas de quimioterapia, Letizia cambiaba su traje de luces por uno más tormentoso y se recluía con Manuela en el altillo a leer el evangelio para escapar del rigor de la verdad.

Los domingos iban a la iglesia y eran leales a los pontífices y a sus sermones. Hasta el lugar la seguían los perros del barrio que luego se acostaban a dormir en el atrio. Manuela tenía la certeza de que lo que amaba debía morir, menos ella que sería eterna porque Dios la estaba poniendo a prueba. Sabía que había aprendido mucho; el bien y el mal estaban emparentados por la violencia de quien no pensaba igual. Entendía la maldad como fundamento del carácter pero la moral no tenía matices.

La gente, en el templo, las miraba con incredulidad, prudencia y ciertas reservas. Seguro que las culpaban por la enfermedad de José que seguía debatiéndose en el límite con su amor vago pero irrepetible.


Para Letizia la apatía de Dios hubiera sido la muerte misma porque estaba convencida de que, a pesar de las cruces que tenía que sostener, el Supremo no era una invención sino una compañía, la luz y la única elección posible. Ella no quería renunciar a la presencia incorpórea de quien todo lo puede aunque tuviera que arrastrar cadenas para sobrevivir.

-Quien salve su alma será libre de juicios, andará senderos fragosos bajo cielos agitados pero tendrá la humanidad en un puño.

-No sueñes porque cuando duermes mueres un poco…

-La vida es una trampa y sé que lo que más deseo no lo tendré nunca-le dijo Letizia a su madre al llegar a la casa.

Debajo del parral jugaba Lucía con un grupo de criaturas peludas, los eternos felinos de Rocío mientras el papagayo hablaba sobre un aro.

-¿Escuchas el dolor, mamá? -dijo la niña.

Manuela y Letizia se tomaron de las manos porque el piso las hizo trastabillar; el pasado caminaba en busca de la infancia.

En ese ambiente nadie estaba a salvo. No se escuchaban los pájaros, no había escarabajos ni grillos, sólo el fantasma que los sacudía hasta quebrarlos: la voz del duelo.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

ETERNAMENTE MANUELA.

El silencioso grito de Manuela (Cap VIII. 1era parte)

 


VIII

Entre llantos y sanatorios, iban llegando las noticias sobre la vida de José. Las traían los parientes de los Pueblos Blancos que lo habían visto en sus correrías, alcoholizado y nómade. Decían que tomaba psicofármacos para olvidar porque se sentía derrotado, pero también ingería pastillas de hierro y calcio para no caer en la postración. Sin embargo, un día se sintió mal, parado en el cincel del último sótano, donde a la persona se lo reduce a despojos. Tenía hepatitis. Nadie se acordaba de él; estaba a punto de morir pero se mostraba tranquilo porque ya no le importaba lo inexplicable. Su estado comatoso lo alejaba de aquello que alguna vez lo movilizó tanto.

-Déjame abierta la puerta que yo soy quien llega con mi espíritu descarnado y mi pellejo seco-decía afiebrado en una sala de hospital.

En ese momento, le pareció ver asomarse a la puerta de la habitación a una mujer vestida de negro, pero creyó que no la conocía pues no la recordaba…

-¡Tu palabra es el silencio!-le gritó.

Fue así como salvó la vida contra su voluntad envuelto en un sueño ultramundano y con la certeza de que él no había hecho nada malo.

-No debe beber más -le dijo el médico.

La casa, como siempre, con su pobreza deforme, lo recogió nuevamente; él seguía siendo un hombre rico que vivía como un indigente. Las glorias y los paraísos no existían porque los minutos habían quedado paralizados en la frase final, en el miedo, en el olor a tumba de los vestidos de Manuela, en su carro de mendigo.

Lucía ya tenía ocho años y había soportado los más crueles tratamientos. Era una niña dócil, inteligente y sensible; amaba los animales y, a menudo, daba cátedra de sus conocimientos con una madurez extrema que llevaba  al límite de su oratoria.

-¿Por qué llorar por las cosas materiales si lo único auténtico son los sentimientos. Hermanos, amigos, mi perro, mis gatos… la verdad que muchos niegan: el amor.

-Tú vas a ser escritora-le decía Manuela orgullosa de las ideas de Lucía.

-Si Dios me da tiempo…

Manuela, al escucharla, otra vez le corría por el cuerpo el hielo de ultratumba porque sabía que existía una potencia ineludible que la arrastraba a la bruma. Ella, en ese cielo gris, era una discípula y se sentía una criatura más pequeña que Lucía; ignoraba lo que significaba ser una mujer adulta, con el caudal de fuerza suficiente como para hacer frente a los azotes, pelear, tomar el látigo y arremeter contra quienes creían tener la última palabra.

-¡No hay nadie en la casa! -se escucharon unos gritos.

Letizia volvía después de tres días de festejos con el cuerpo azotado por la bebida y la memoria velada. Seguía vestida de negro como hacía años cuando se enteró de la enfermedad de Lucía, sólo que ahora el disfraz tenía luces, mostraba los horrores y traía el peso de una persona al límite.

Ella creía que lo sabía todo y que su momento de ser feliz había llegado; debía aprovechar los años perdidos, no pensar en las calumnias ni en José. Era prematuro recoger cenizas de algún campo minado porque estaba frente a una nueva senda: la diversión.

Julián la miraba de reojo detrás de sus gafas; era incapaz de hacerle reproches porque la amaba mucho y sabía lo que había dejado detrás para salvar a Lucía. Manuela no comprendía tanta alegría porque ella sí tenía los pies sobre la tierra y la magia en sus manos de vidente.

Letizia seguía bailando desnuda sobre la terraza mientras Dolores y Laura la observaban como si nada pasara; estaban acostumbradas a sus delirios sin treguas. Preferían verla trastornada por la risa a muerta por el dolor. Sin embargo, ésa era justamente la máxima demostración de la angustia; para evadirse de ella probaba con la locura que al final del día y en las profundidades de la alcoba la volvía a acompañar quitándole aire a sus pulmones.


José, a pesar de la hepatitis, todavía no se rendía ante el alcohol y tomaba fármacos. Ya no encontraba un punto de unión con la vida; era bastante engorroso para él levantarse por la mañana después de haber estado tomando licores, cerveza, ron añejo, whisky de malta, oporto y jerez. Todos estaban buenos a la hora de olvidar pero luego ese paisaje que le era propio se le tornaba irreconocible, un cielo al revés que lo sumergía en un báratro donde las criaturas estaban adoctrinadas y él era el único ser despreciado por las razas.

A pesar de haber múltiples opciones, José no podía salir de ese abismo y como un autómata se dejaba llevar hacia la nada. La vida sin Letizia y sus hijas para él ya no tenía significado y absolutamente nadie podía persuadirlo para que tratara de sobreponerse a lo irremediable. José balbuceaba diversos dialectos en medio del corral de las vacas; no tenía miedo a lo desconocido porque su dolor físico y espiritual no le permitía una sola reacción. Él era dueño de su pasado y de ese presente que tenía sus razones y con el que se hallaba en deuda; José debía pagar.

Tomó una botella y la golpeó contra un poste de alambre y lloró mucho; no era ejemplo para nadie y menos para sus hijas que ya no lo conocían.

-Madrecita, tu paz eterna me llega… -decía mientras miraba el cielo-Estás entristecida por mí que soy tu hijo, tu desolación es la mía…

En medio de tanta desesperación cayó de rodillas con los ojos blancos; dejó la sangre y los besos, lo feo y lo hermoso, todo el oro y la tierra que tantas veces lo vio llorar, sembrar en el huerto, anidar pichones, temblar de miedo, arrojar las horas de soledad cuando se desgarraban uno a uno los ruegos.

 *
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 3era parte)

 


José sufría muchísimo al ver a su familia destruida y a Lucía con palidez de oliva. La dolencia le daba un aspecto núbil de ángel escapado de los salmos.

-Mejor sería que envíe a alguien por ti para que te marches.

-Quiero ayudar a Letizia con el tratamiento.

-¡Pobre hija!, ella no necesita de un verdugo como tú. No pidas clemencia; demasiada miseria hay aquí dentro. ¡José Rodríguez eres menos desgraciado que nosotros, vuelve a tu braserito de peón a comer manzanas podridas, líquenes y plantas de azafrán!

José no quería entender que ya estaba todo dicho y que allí, en ese hogar, no había lugar para él. Sabía que Manuela era una madrágora que sabía de magia pero también entendía su sufrimiento. La miró de lejos besar un crucifijo y despertarse luego con el llanto de Lucía. En esa sala atiborrada de muebles barrocos, con las manos húmedas de lágrimas, Manuela yacía de rodillas sobre un reclinatorio; llevaba un mantón y parecía una virgen. ¡Qué antagonismo! A pesar de eso hubiera querido arañarle las vestiduras porque el egoísmo de esa mujer lo despojaba de todo razonamiento. Sin embargo, se marchó nuevamente a respirar el aire de los senderos, ver las plazoletas rodeadas de burdeles y los candiles de las barracas. En ese recorrido sólo lo acompañaba un amigo, fiel y varón: el alcohol.

En la penumbra, bajo el acartonamiento de los techos de su vivienda deformada por la humedad y los hongos, bebió hasta quedar dormido. Podría haber sido devorado por sus propios perros que no se hubiera dado cuenta porque se hallaba entregado a las letanías de María Santísima.

José parecía un anciano que carraspeaba con frecuencia y que hablaba del pasado.

-Tiempos eran los de antes…-murmuraba.

Tenía la tristeza de un ser en agonía pero todavía se preguntaba qué había hecho mal para llegar a ser despreciado de esa manera. Sobre un tapete de bolsas se acurrucó a dormitar y las sombras chinescas de esa noche lo cubrieron dejando al descubierto su respiración entrecortada. En el sueño, vio indios y corsarios, un aljibe con brocal de piedra, vírgenes y ángeles y su cuerpo amortajado dentro de un cofre forrado con encajes sevillanos; llevaba el traje de su casamiento pero estaba solo y el aire se filtraba por la galería y se llevaba las flores, las cruces, las teas, con truenos y rayos.

Quería pensar en venganzas pero lo único que le vino a la memoria fue la carita de su hija, el altillo donde Manuela guardaba las tisanas, la figura de Letizia alejada del mundo, sus ojos de vidrio obnubilados, el perfume el Aire Loewe… Él estaba a merced de su familia como un siervo, pero ellos ya lo habían olvidado.



Letizia con Manuela recorrieron los consultorios de las ciudades de Galicia, también se trasladaron a Combarro, un pueblo situado en la ribera norte de la bahía de Pontevedra. Allí, Lucía empezaría el prolongado tratamiento de la mano de su madre.

Después de escuchar el diagnóstico y los primeros pasos a seguir, Letizia y Manuela llegaron hasta el Monasterio de Poio, aquel que los monjes benedictinos fundaron a principios del siglo XIX y junto al cual se construyó un hórreo-despensa de piedra para almacenar granos y alimentos-que es uno de los más grandes de Galicia.

Recorrieron las playas con la convicción de que detrás de cada peldaño de las escaleras, del cemento o de la madera, de las casas de techo de paja o de tejas, aparecería el eco de las palabras del médico:

-La niña está en manos de Dios… ¡Se salvará!

Mucho de esa historia sabía Manuela porque la vida le había enseñado sus peligros pero nunca el misterio de tanto ensañamiento. ¿Tendría que rendir más pruebas todavía?. Ella sabía que no era libre. Letizia, en cambio, demostraba fortaleza en un cuerpo débil, pero no cuestionaba al Supremo la falta de protección. Ella tenía la prudencia de una mujer acostumbrada a enfrentar sorpresas y a poner garra, locura, machismo… para intentar, por lo menos, vencer las injusticias. Podría haberlo hecho junto con su esposo pero ya no le interesaba, ni siquiera lo odiaba; la indiferencia que él alguna vez sintió por ella y sus hijas había echado raíces en sus entrañas.

Letizia estaba sola y expuesta a los despropósitos de quienes trataban de vilipendiar su forma de encarar los problemas; la derrota no era su meta. Lucía tenía que sobrevivir a la devastación de la enfermedad con la inocencia y el desconocimiento del peligro, con el desgano y las contradicciones de un padre ausente.

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

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Miedo a la libertad

 


Manuela divagaba porque no podía ocultar el idilio que tenía con su amada hija pero tampoco deseaba cruzar la reja porque sus huesos arrojaban frío. Sabía que en el fondo de la sombra estaba la tempestad, un demonio que no entendía de bendiciones y con quien tenía que luchar hasta dejar la última gota de sangre. Por momentos, creía ser tan omnipotente como Dios pero luego caía en el silencio que da la incertidumbre con su oleada de presagios. Ella era la niña que necesitaba abrigo porque el espejo no tenía cara para enfrentar sus arrugas.

Miedo a crecer y a sufrir.
Miedo a la libertad.

Manuela una mujer real que desde su eterno silencio manejaba los hilos de la vida: la suya, la de otros... sin imaginar que era observada más de una vez por el destino que tiene la última palabra. Ella era visionaria, simple, cristiana y se refugiaba en los credos para no tener que tomar decisiones. No podía, no quería... No le habían enseñado a tener coraje.

Eternamente Manuela.

El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 2da parte)

 

Julián seguía respirando a través de sus hijas y nietas porque aunque Rocío y Encarnación estuvieran muertas él sentía que estaban presentes. Las amaba tanto que hubiera dado la vida por ellas. Damián también era su refugio para enlazar historias aunque debía reprimir sus impulsos y ocultar las lágrimas porque el joven, de quince años, sufría desde tiempos pretéritos anorexia nerviosa crónica que dejaba casi desnudas sus entrañas.

-Abuelo, háblame de mi madre -le preguntaba a Julián que entornaba los ojos y colocaba las manos en forma de cruz sobre el pecho.

-Dile a Manuela, vamos anda…

-No, cuéntame de ella.


Esa noche entre las paredes añosas, mientras escuchaban de lejos los rezos de Manuela, el abuelo comenzó a hablar de Encarnación. Por primera vez desde aquel día, cuando se quedó solo frente a la tragedia, se sintió perdido y a merced de Damián que lo observaba como un ser incomprendido.

-Encarnación es, porque está aquí, bonita de ojos azules. De niña solía correr con sus muñecas sucias detrás de los gatos con la rebeldía de su edad y la sabiduría de un adulto. Contestaba mal, desobedecía a Manuela, pero con su alegría inundaba la casa.

-Muéstrame su fotografía -dijo de repente Damián.

-Hijo mío, no molestes más a tu abuelo que ya está muy viejo.

Damián, tratando de retener la bronca, se levantó, dio un portazo y se fue a la calle. No entendía el porqué de tanto misterio; necesitaba tanto comenzar a ser a través de su madre, olvidarse de sí mismo para conocer su origen. ¿Por qué amaba tanto a alguien que nunca había visto?

Y así fue como su mano movió el picaporte. Era incapaz de huir porque en esa casona se escondía su mamá, aunque fuera solamente un alma coronada de flores. Encarnación alborotaba el aire de los cuartos y algún día, quizá, con la ayuda de alguien, despertaría de la profundidad de los roperos con el cuerpo lleno de algas para cobrar vida en algún retrato.

 

 

Lucía cumplió tres años.

José, su padre, no la había vuelto a ver después de aquel día del desmayo pero sabía, por amigos de la familia, que la niña vivía en el umbral de las sombras. Él no podía hacer nada porque Letizia había llegado a odiarlo. Ella poseía la misma obstinación que tenía Manuela por la muerte, eran tan pasionales para todo que cualquier persona cercana resultaba insignificante. Solían tener conversaciones fortuitas con médicos en la iglesia, en la estación de trenes, en el cementerio… para que nadie sospechara que ocurría algo extraño.

En el medio doméstico en el cual vivían, Lucía solía pisar hormigas, acariciar las amapolas y arrancar los geranios. Jugaba con sus hermanas en un barco anclado en el fondo del patio; esperaba, quizá, el naufragio de ese Titanic que sabía que la travesía se interrumpiría en algún momento.

Aura y brillo, perfume de tulipanes, alguna gata Máxima y el retiro absoluto…

-Aunque estemos acompañados somos individuales; cuando el alma consume el cuerpo, la soledad asoma el vigor y se prepara para compartir el espacio que todavía se puede rescatar -decía Manuela.

Nada era tan trivial y tan monótono que escuchar las reflexiones de esa abuela pueril en momentos en los cuales la angustia se apropiaba de los corazones.

Lucía despojada de aire y en el fondo de una cisterna que se desbordaba por sus cultos, estaba comenzando a regalar sus pocos años a los espejos de agua, a la rigidez de las fronteras, a las vallas, al camino abierto… porque su fragilidad demostraba que estaba muy enferma.

Letizia ya lo sabía y Manuela mucho antes que ella. A medida que pasaban los días, la familia comenzaba a sentirse más angustiada. Cuando todos creían que se hallaba recluida, Letizia apareció en el portal en compañía de Manuela que era esclava de la resignación. Micaela, la vecina, quiso interrogarla pero Letizia la esquivó con altivez; se acurrucó en los brazos de su madre para que le diera la bendición y luego miró a los curiosos como si fueran criados sin apellido ni linaje.

Lucía sufría una enfermedad terminal y su mamá estaba dispuesta a luchar. Encendió diez velas al retrato de Rocío y se llevó la mano al crucifijo que llevaba en el cuello. Tenerlo le daba seguridad y cordura aunque desde ese día Letizia Costa Río comenzó a vestirse de negro; olvidó las lámparas y bujías y se refugió en las tinieblas. Solamente salía a la calle cuando llevaba a la niña a la consulta con los médicos.

José se acercó para ver el inicio del tormento y para ayudar a Letizia a recorrer ese camino de espinas, más allá de los desacuerdos y de la falta de amor.

Manuela, al verlo llegar, se sentó bajo el parral aspirando el olor del muérdago.

-A qué vienes.

-Por favor, señora, tenga piedad…

Lucía se hallaba sentada sobre un plumón, vestida con encajes bordados y puntillas de Valencia. Lo miraba seria como si estuviera en un rito bautismal y con la absoluta certeza de que ese hombre, para ella, era un extraño. Dolores y Laura también lo observaban tímidamente con los ojos hipnóticos pues casi se habían olvidado de él y de su rostro famélico.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

La última mujer, por Editorial Autores de Argentina

 




Link de la Editorial Autores de Argentina.

La última mujer.
-1912-
Un naufragio,
el baúl de perlas.





-----------♥️

Cerró los ojos e intentó ignorar los sonidos, el olor, el miedo, el dolor. Sigue viva, se ordenó. Sigue. Viva. "El ruiseñor" (2015), Kristin Hannah.

El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 1era parte)

 

VII



Nació Lucía con un tulipán debajo del brazo. Letizia ama de las plantas, de los pájaros y de los felinos, no quiso  que su esposo la conociera. Sin embargo, José solía trepar los almendros tropicales del jardín para observar a la beba con su madre. Desde lejos, le parecía algodonada e inmóvil, sin la milagrosa risa de las criaturas comunes. Lucía era extraña igual que Letizia, eso lo perturbaba por las noches cuando el humo del cigarrillo se mezclaba con el ladrido de los perros y el ron. José quería aclararse la voz con té de malva pero cada vez se le tornaba más áspera.

 José estaba bebiendo mucho. Vivía en la campiña solitaria y solía vérselo con su traje negro caminar por los sembrados. La casa repleta de ropa sucia mostraba el abandono: los pisos resbalosos de tantas cáscaras de mandarinas, las sábanas manchadas con vino mientras las ratas llevaban sus crías a los albergues. Las arañas tejían redes playeras sobre los caireles junto a las cucarachas que gozaban de una libertad fétida y sin vigilancia.

Para José la vida sin Letizia y sus hijas ya no tenía sentido. A menudo, era juzgado por su conducta pero él no levantaba la vista del piso; tenía miedo al desprecio social y comenzaba a aparecer en su interior el terror de Manuela que no lo dejaba en paz.

Lucía, para él, era un bebé incompleto, un angelito con ojos de tristeza y blancura de nieve. ¿Había vuelto Encarnación como una novia empolvada o se trataba otra vez de Rocío?

En esa granja no existían las respuestas por eso decidió ir a ver a Manuela para saber algo sobre la salud de su hija. La suegra de José ya había perdido todo incluso la simpleza y sólo se conformaba con la compañía de espíritus y de un Dios que no se apartaba de ella en ningún momento.

-¡Qué buscas simplón!

-Necesito ver a la niña, por favor Manuela, soy su padre. Míreme, ¿qué ve?

-A un estúpido sin cabeza.

-No sea cruel, he venido porque me inquieta su salud.

-¡Qué sabes tú; aquí no ha muerto nadie!

-Le tengo miedo a los muertos, señora, porque son vigías en la oscuridad y ante las luces del sol. Pueden llevarse a quien más aman…

-¡Calla, perejil, el fuego del verano te calcinó tu cuero calvo! ¡Vete!

Letizia apareció con Lucía en brazos y se quedó mirándolo como quien ve a un desaparecido.

-Ven, acaríciala…-le dijo.

José Rodríguez besó la frente helada de Lucía y un escalofrío que le recorrió el cuerpo lo hizo trastabillar y se desmayó. Julián le acercó un vaso de vino blanco y lo invitaron a cenar un arrollado de lenguado con camarones y crema.

-Hombre, pareces un ánima, debes alimentarte.

-Gracias-dijo José perturbado por una mezcla de malestares que lo dejaban sin raciocinio.

-¡Qué sientes, dime!

-Nada, Julián, debo irme, disculpe…

Se marchó sin mirar a nadie con la incapacidad física y emotiva que demostraba síntomas asociados con una depresión inminente.

En la calle, comenzó a caminar como ebrio sin noción del tiempo; quería abstenerse del pensamiento pero no podía evitar tropezar con la carita de Lucía que le parecía de piedra caliza. Ya no podía soportar lo peor; el amor le había consumido la sangre y ahora se hallaba sepultado debajo de la tierra y de las malezas en un lugar donde no se vuelve, pero tampoco deseaba regresar porque la palabra estaba dicha.

Letizia acunaba a su hija con aires de artista que había creado su máxima obra. Aquella idea era un delirio que le quitaba los pocos vestigios de cordura. Manuela y Julián volvían a dar señales de vida en torno a Dolores, Laura, Damián y Lucía. Apostaban al reconocimiento de la gente como personajes de bien; sin embargo, más de uno los señalaba por la difícil manera de encarar lo inocultable. De todas formas, parecían una familia que había sufrido las pérdidas casi sin reparar en ellas, con todo el dramatismo escondido detrás de las paredes y en la memoria: testigo de un terremoto existencial.

Las líneas del camino ya estaban trazadas y nadie dudaba en cambiar el rumbo; las barreras infranqueables, seguramente, serían derribadas como guerreros de Gujarac porque poseían todas las revelaciones al alcance de las manos. La prioridad, aunque no lo dijeran, era Lucía y su mirada frágil.


-Los ángeles usan la boca del prójimo para darnos consejos-. solía decir Manuela cuando, por las noches cerradas, hablaba con el retrato de Rocío que parecía escuchar su voz apergaminada. Esa niña y su sabiduría eran fiel a los milagros que, quizá, tenía olvidados porque Manuela rezaba tanto sus oraciones mientras esperaba una respuesta que no llegaba.

-Purifica mi alma, escapa del sagrario y ofrenda una posibilidad de dicha; viajera, regresa a mendigar caricias porque la oscuridad ciega tus ojos de agua. ¿Es el fin del mundo, verdad?

Manuela divagaba porque no podía ocultar el idilio que tenía con su amada hija pero tampoco deseaba cruzar la reja porque sus huesos arrojaban frío. Sabía que en el fondo de la sombra estaba la tempestad, un demonio que no entendía de bendiciones y con quien tenía que luchar hasta dejar la última gota de sangre. Por momentos, creía ser tan omnipotente como Dios pero luego caía en el silencio que da la incertidumbre con su oleada de presagios. Ella era la niña que necesitaba abrigo porque el espejo no tenía cara para enfrentar sus arrugas.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

La puerta roja

 



“¿Quién vivirá allá arriba en esa soledad”, pensó trepado al árbol de pomelo.

 La vegetación era escasa por la llegada inminente del invierno que ya parecía helar la sangre a esas horas de la noche. Es que la anciana no era de esos viejecitos que se duermen temprano para levantarse con el alba. Ella trasnochaba porque le gustaba escuchar los sonidos nocturnos y mirar hacia la casa hasta que todas las velas dejaran de brillar. Era un juego para ella que estaba aburrida y que no tenía vida propia. Alguien le había arrebatado los años y había puesto el cerrojo a sus palabras.

Tadea cruzó sigilosamente el patio-jardín cubierta por un rebozo. Ese atuendo era usado por las sirvientas y la gente de color, todas las negras lo llevaban. Cuando hablaban con sus amos, con alguna persona de respeto o cuando iban a dar un recado se descubrían y bajaban el rebozo sobre los hombros. Ese tapado era de bayeta, con mucha frisa.

------------------------------------------------------Tu sillón vacío


El silencioso grito de Manuela (Cap VI-3ra parte)

           


Letizia con sus hipótesis casi no   se daba cuenta de que estaba esperando otro hijo. Quería desechar los errores pasados con agresión cuando todavía vivía bajo los tapetes de su madre; sin embargo, solía correr detrás de ella con una botella en las manos con la intención de romperla sobre su cabeza.

-¡Voy a destruir tus neuronas incompletas. Tu ojeriza se va a terminar porque yo voy a salir a pelear! -gritaba Letizia por las galerías pobladas de espectros demasiado fatalistas.

Manuela escapaba ignorando la amenaza con su acostumbrada incapacidad pueril. No entendía a su hija pero tampoco la juzgaba porque esas cuestiones escapaban a su entendimiento.

-¡Julián, viejo dormido, ven acá…! -llamaba a su esposo que se hallaba ausente.

Al fin, Letizia se calmaba y se recostaba sobre la hierba a jugar con los gatos. Dolores y Laura recorrían los senderitos entre risas porque amaban a su madre y pensaban que ella se divertía con Manuela; ambas perseguían causas justas.

Manuela se recluía en las habitaciones con la estampa de la Virgen del Rocío y emprendía una peregrinación alrededor de los muebles; esa imagen la ponía en contacto con los orígenes, costumbres y vivencias. Le parecía escuchar las campanillas y cascabeles de las carretas, los caballos y jinetes, las mujeres sevillanas… Los Romeros portaban el Sin Pecado y la Virgen entre peregrinos y flores. Ella creía verlos con teas, saetas y fuegos artificiales con la soledad de su alma y la reconciliación con las leyes divinas en un sitio donde todo era caos y desconcierto, donde no existían símbolos ni valores.

La voz de lo eterno tenía voluntad de reinar y homenajeaba a su soberana: Manuela que se deslizaba como un tren entre la niebla cubierta de fantoches y de sentimientos endebles. Miraba a Letizia jugar con Dolores y Laura entre las hortensias, los pinos y el leñero que albergaba algún ratón muerto propiedad de la gata Máxima. Esos despojos eran el reflejo de las huellas de Rocío con su aspecto mortecino que vagaban entre los ciruelos y los troncos cubiertos de brotes y de musgos.

Las calles desembocaban en ese jardín con la opacidad de lo indistinto y el gris de una libertad truncada por la desdicha. Todo resultaba ser tan oscuro que se desdibujaba y moría lentamente como los cuerpos cuando la humedad los corrompe.

Letizia se mezclaba con el moho de las tapias; añoraba la luz de otros tiempos y repudiaba la tiranía del presente. Se sentía completamente vacía de aire, quebrada por las inexplicables secuencias de una vida enferma. La única salida era escapar de su esposo a quien consideraba un hombre aburrido, sin sentimientos, demasiado abarrotado de lodo, sin memoria ni futuro.

-Lucía se llamará mi hija -decía como perdida en la maraña de sus caminos cubiertos de malezas y con la inestabilidad propia de las personas amenazadas-. Niña, amor posible, siento tu manera de llorar y tu forma de morir. Niña estás excavando la tierra en el templo de Rocío… -murmuraba otra vez mientras recorría las galerías con la sutileza de una enviada.


El viento soplaba con la fuerza de un temporal y entraba a la buhardilla para derribar los licores de Manuela que albergaban las sales que viejas befanas italianas le habían obsequiado en años de peligros.

La filosofía de Letizia era esperar el día para entender el porqué de su fragilidad aunque, en el fondo, ya lo sabía; llevaba sobre sí la mochila de su madre que sobrevivía a los antagonismos y a la claridad de sus raíces.

Manuela consagrada a un modelo de recato y fidelidad no miraba más allá de sus propios códigos, sin transgredir para que la gente no hablara pero también sin conmoverse ante los rechazos.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

ETERNAMENTE MANUELA