-Mejor sería que envíe a alguien
por ti para que te marches.
-Quiero ayudar a Letizia con el
tratamiento.
-¡Pobre hija!, ella no necesita de
un verdugo como tú. No pidas clemencia; demasiada miseria hay aquí dentro.
¡José Rodríguez eres menos desgraciado que nosotros, vuelve a tu braserito de
peón a comer manzanas podridas, líquenes y plantas de azafrán!
José no quería entender que ya
estaba todo dicho y que allí, en ese hogar, no había lugar para él. Sabía que
Manuela era una madrágora que sabía de magia pero también entendía su
sufrimiento. La miró de lejos besar un crucifijo y despertarse luego con el
llanto de Lucía. En esa sala atiborrada de muebles barrocos, con las manos
húmedas de lágrimas, Manuela yacía de rodillas sobre un reclinatorio; llevaba
un mantón y parecía una virgen. ¡Qué antagonismo! A pesar de eso hubiera
querido arañarle las vestiduras porque el egoísmo de esa mujer lo despojaba de
todo razonamiento. Sin embargo, se marchó nuevamente a respirar el aire de los
senderos, ver las plazoletas rodeadas de burdeles y los candiles de las
barracas. En ese recorrido sólo lo acompañaba un amigo, fiel y varón: el
alcohol.
En la penumbra, bajo el
acartonamiento de los techos de su vivienda deformada por la humedad y los
hongos, bebió hasta quedar dormido. Podría haber sido devorado por sus propios
perros que no se hubiera dado cuenta porque se hallaba entregado a las letanías
de María Santísima.
José parecía un anciano que
carraspeaba con frecuencia y que hablaba del pasado.
-Tiempos eran los de
antes…-murmuraba.
Tenía la tristeza de un ser en
agonía pero todavía se preguntaba qué había hecho mal para llegar a ser
despreciado de esa manera. Sobre un tapete de bolsas se acurrucó a dormitar y
las sombras chinescas de esa noche lo cubrieron dejando al descubierto su
respiración entrecortada. En el sueño, vio indios y corsarios, un aljibe con
brocal de piedra, vírgenes y ángeles y su cuerpo amortajado dentro de un cofre
forrado con encajes sevillanos; llevaba el traje de su casamiento pero estaba
solo y el aire se filtraba por la galería y se llevaba las flores, las cruces,
las teas, con truenos y rayos.
Quería pensar en venganzas pero lo único que le vino a la memoria fue la carita de su hija, el altillo donde Manuela guardaba las tisanas, la figura de Letizia alejada del mundo, sus ojos de vidrio obnubilados, el perfume el Aire Loewe… Él estaba a merced de su familia como un siervo, pero ellos ya lo habían olvidado.
Letizia con Manuela recorrieron los
consultorios de las ciudades de Galicia, también se trasladaron a Combarro, un
pueblo situado en la ribera norte de la bahía de Pontevedra. Allí, Lucía
empezaría el prolongado tratamiento de la mano de su madre.
Después de escuchar el diagnóstico
y los primeros pasos a seguir, Letizia y Manuela llegaron hasta el Monasterio
de Poio, aquel que los monjes benedictinos fundaron a principios del siglo XIX
y junto al cual se construyó un hórreo-despensa de piedra para almacenar granos
y alimentos-que es uno de los más grandes de Galicia.
Recorrieron las playas con la
convicción de que detrás de cada peldaño de las escaleras, del cemento o de la
madera, de las casas de techo de paja o de tejas, aparecería el eco de las
palabras del médico:
-La niña está en manos de Dios… ¡Se
salvará!
Mucho de esa historia sabía Manuela
porque la vida le había enseñado sus peligros pero nunca el misterio de tanto
ensañamiento. ¿Tendría que rendir más pruebas todavía?. Ella sabía que no era
libre. Letizia, en cambio, demostraba fortaleza en un cuerpo débil, pero no
cuestionaba al Supremo la falta de protección. Ella tenía la prudencia de una
mujer acostumbrada a enfrentar sorpresas y a poner garra, locura, machismo…
para intentar, por lo menos, vencer las injusticias. Podría haberlo hecho junto
con su esposo pero ya no le interesaba, ni siquiera lo odiaba; la indiferencia
que él alguna vez sintió por ella y sus hijas había echado raíces en sus
entrañas.
Letizia estaba sola y expuesta a
los despropósitos de quienes trataban de vilipendiar su forma de encarar los
problemas; la derrota no era su meta. Lucía tenía que sobrevivir a la
devastación de la enfermedad con la inocencia y el desconocimiento del peligro,
con el desgano y las contradicciones de un padre ausente.
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