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El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 3era parte)

 


José sufría muchísimo al ver a su familia destruida y a Lucía con palidez de oliva. La dolencia le daba un aspecto núbil de ángel escapado de los salmos.

-Mejor sería que envíe a alguien por ti para que te marches.

-Quiero ayudar a Letizia con el tratamiento.

-¡Pobre hija!, ella no necesita de un verdugo como tú. No pidas clemencia; demasiada miseria hay aquí dentro. ¡José Rodríguez eres menos desgraciado que nosotros, vuelve a tu braserito de peón a comer manzanas podridas, líquenes y plantas de azafrán!

José no quería entender que ya estaba todo dicho y que allí, en ese hogar, no había lugar para él. Sabía que Manuela era una madrágora que sabía de magia pero también entendía su sufrimiento. La miró de lejos besar un crucifijo y despertarse luego con el llanto de Lucía. En esa sala atiborrada de muebles barrocos, con las manos húmedas de lágrimas, Manuela yacía de rodillas sobre un reclinatorio; llevaba un mantón y parecía una virgen. ¡Qué antagonismo! A pesar de eso hubiera querido arañarle las vestiduras porque el egoísmo de esa mujer lo despojaba de todo razonamiento. Sin embargo, se marchó nuevamente a respirar el aire de los senderos, ver las plazoletas rodeadas de burdeles y los candiles de las barracas. En ese recorrido sólo lo acompañaba un amigo, fiel y varón: el alcohol.

En la penumbra, bajo el acartonamiento de los techos de su vivienda deformada por la humedad y los hongos, bebió hasta quedar dormido. Podría haber sido devorado por sus propios perros que no se hubiera dado cuenta porque se hallaba entregado a las letanías de María Santísima.

José parecía un anciano que carraspeaba con frecuencia y que hablaba del pasado.

-Tiempos eran los de antes…-murmuraba.

Tenía la tristeza de un ser en agonía pero todavía se preguntaba qué había hecho mal para llegar a ser despreciado de esa manera. Sobre un tapete de bolsas se acurrucó a dormitar y las sombras chinescas de esa noche lo cubrieron dejando al descubierto su respiración entrecortada. En el sueño, vio indios y corsarios, un aljibe con brocal de piedra, vírgenes y ángeles y su cuerpo amortajado dentro de un cofre forrado con encajes sevillanos; llevaba el traje de su casamiento pero estaba solo y el aire se filtraba por la galería y se llevaba las flores, las cruces, las teas, con truenos y rayos.

Quería pensar en venganzas pero lo único que le vino a la memoria fue la carita de su hija, el altillo donde Manuela guardaba las tisanas, la figura de Letizia alejada del mundo, sus ojos de vidrio obnubilados, el perfume el Aire Loewe… Él estaba a merced de su familia como un siervo, pero ellos ya lo habían olvidado.



Letizia con Manuela recorrieron los consultorios de las ciudades de Galicia, también se trasladaron a Combarro, un pueblo situado en la ribera norte de la bahía de Pontevedra. Allí, Lucía empezaría el prolongado tratamiento de la mano de su madre.

Después de escuchar el diagnóstico y los primeros pasos a seguir, Letizia y Manuela llegaron hasta el Monasterio de Poio, aquel que los monjes benedictinos fundaron a principios del siglo XIX y junto al cual se construyó un hórreo-despensa de piedra para almacenar granos y alimentos-que es uno de los más grandes de Galicia.

Recorrieron las playas con la convicción de que detrás de cada peldaño de las escaleras, del cemento o de la madera, de las casas de techo de paja o de tejas, aparecería el eco de las palabras del médico:

-La niña está en manos de Dios… ¡Se salvará!

Mucho de esa historia sabía Manuela porque la vida le había enseñado sus peligros pero nunca el misterio de tanto ensañamiento. ¿Tendría que rendir más pruebas todavía?. Ella sabía que no era libre. Letizia, en cambio, demostraba fortaleza en un cuerpo débil, pero no cuestionaba al Supremo la falta de protección. Ella tenía la prudencia de una mujer acostumbrada a enfrentar sorpresas y a poner garra, locura, machismo… para intentar, por lo menos, vencer las injusticias. Podría haberlo hecho junto con su esposo pero ya no le interesaba, ni siquiera lo odiaba; la indiferencia que él alguna vez sintió por ella y sus hijas había echado raíces en sus entrañas.

Letizia estaba sola y expuesta a los despropósitos de quienes trataban de vilipendiar su forma de encarar los problemas; la derrota no era su meta. Lucía tenía que sobrevivir a la devastación de la enfermedad con la inocencia y el desconocimiento del peligro, con el desgano y las contradicciones de un padre ausente.

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