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El silencioso grito de Manuela (Cap VIII. 2da parte)

 


Letizia siguió el funeral desde lejos mirando igual que una extraña cómo se iba una parte de su vida. No sentía nada. José era el único culpable de su destino por haberse abandonado a los vicios. ¿Debería perdonarlo? No lo sabía. Aquella bolsa de huesos era el padre de sus hijas que no podía suplicar; el hielo de la muerte le había arrebatado la esperanza.

-No existen fórmulas para quedarse o para partir; los paraísos y los infiernos están en todos lados. Sigue tu rebaño que serás libre… -murmuró Letizia detrás de la arboleda con su traje negro y los párpados cerrados.

Al regresar a la casa, por las calles, la gente la insultaba; trataban de descargar tensiones en busca de un culpable a tanta injusticia pero no reparaban en ese cuerpo vencido por la lucha repetida.

Las veredas se teñían del gris oro del otoño mientras la noche asomaba con sus liras a transgredir los espacios en la casona de Manuela y Julián. José había muerto por amor y seguramente su alma estaría atravesando algún confín para llegar a esa cercanía que le fue prohibida.

Letizia sintió frío y un temblor le recorrió la espalda; no hallaba claridad para sus interrogantes y la paz que tanto deseaba alcanzar se le tornaba esquiva como si estuviera escribiendo la primera página de una lenta agonía.

-¡Pobre niña! No sabe vagar con su silencio -dijo Manuela acostumbrada al sonido intermitente de la muerte.

Al otro día, Julián recibió una noticia escalofriante que llegó de boca de Alejandro Roca, el marido de Encarnación. Al parecer José Rodríguez no había fallecido y se encontraba en un hospital de Galicia en estado vegetativo. La ingesta de alcohol y de medicamentos lo había llevado a un estado de postración irreversible. Letizia, evidentemente, se había equivocado de entierro.

-Yo sentí anoche su presencia en la sala, algo sobrenatural se aferraba a los muros.

-No tiene ingenio ni para morir -dijo Manuela con un gesto sardónico.

-Mujer, es el padre de las niñas -contestó Julián.

-No, ya no lo es.

La noticia no cambió en nada la indiferencia de Letizia que seguía abandonada al jolgorio de las noches. Necesitaba dinero para suplir la falta de cariño y eso Julián se lo suministraba porque verla contenta le daba la fortaleza necesaria para escapar de la rutina y de la nostalgia.

Manuela rezaba la novena letanía mientras miraba a su hija coser lentejuelas negras en un vestido de fiesta. Había cruces esparcidas sobre la mesa entre los hilos. Dolores y Laura, que ya habían crecido, insistían en salir a divertirse con su madre.

Letizia Costa Río quería conquistar espacios porque se sentía por primera vez una mujer que podía encontrar al hombre que quisiera, sin importarle las leyes morales y los reproches de Manuela. Atrás habían quedado los carruseles, las armellas y cerrojos, el naufragio de su matrimonio… No le importaba la búsqueda espiritual porque el desafío la invitaba a sentir esa chispa de fuego en sus entrañas aunque estuviera un poco presa de las limitaciones. Letizia no sabía amar porque nadie le había enseñado, ni siquiera José que constantemente removía los escombros reclamando la atención que no tenía. Tal vez, era tarde para empezar porque el abandono había empobrecido la esperanza.

Cuando Lucía se sometía a largas jornadas de quimioterapia, Letizia cambiaba su traje de luces por uno más tormentoso y se recluía con Manuela en el altillo a leer el evangelio para escapar del rigor de la verdad.

Los domingos iban a la iglesia y eran leales a los pontífices y a sus sermones. Hasta el lugar la seguían los perros del barrio que luego se acostaban a dormir en el atrio. Manuela tenía la certeza de que lo que amaba debía morir, menos ella que sería eterna porque Dios la estaba poniendo a prueba. Sabía que había aprendido mucho; el bien y el mal estaban emparentados por la violencia de quien no pensaba igual. Entendía la maldad como fundamento del carácter pero la moral no tenía matices.

La gente, en el templo, las miraba con incredulidad, prudencia y ciertas reservas. Seguro que las culpaban por la enfermedad de José que seguía debatiéndose en el límite con su amor vago pero irrepetible.


Para Letizia la apatía de Dios hubiera sido la muerte misma porque estaba convencida de que, a pesar de las cruces que tenía que sostener, el Supremo no era una invención sino una compañía, la luz y la única elección posible. Ella no quería renunciar a la presencia incorpórea de quien todo lo puede aunque tuviera que arrastrar cadenas para sobrevivir.

-Quien salve su alma será libre de juicios, andará senderos fragosos bajo cielos agitados pero tendrá la humanidad en un puño.

-No sueñes porque cuando duermes mueres un poco…

-La vida es una trampa y sé que lo que más deseo no lo tendré nunca-le dijo Letizia a su madre al llegar a la casa.

Debajo del parral jugaba Lucía con un grupo de criaturas peludas, los eternos felinos de Rocío mientras el papagayo hablaba sobre un aro.

-¿Escuchas el dolor, mamá? -dijo la niña.

Manuela y Letizia se tomaron de las manos porque el piso las hizo trastabillar; el pasado caminaba en busca de la infancia.

En ese ambiente nadie estaba a salvo. No se escuchaban los pájaros, no había escarabajos ni grillos, sólo el fantasma que los sacudía hasta quebrarlos: la voz del duelo.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

ETERNAMENTE MANUELA.

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