-No existen fórmulas para quedarse
o para partir; los paraísos y los infiernos están en todos lados. Sigue tu
rebaño que serás libre… -murmuró Letizia detrás de la arboleda con su traje
negro y los párpados cerrados.
Al regresar a la casa, por las calles,
la gente la insultaba; trataban de descargar tensiones en busca de un culpable
a tanta injusticia pero no reparaban en ese cuerpo vencido por la lucha
repetida.
Las veredas se teñían del gris oro
del otoño mientras la noche asomaba con sus liras a transgredir los espacios en
la casona de Manuela y Julián. José había muerto por amor y seguramente su alma
estaría atravesando algún confín para llegar a esa cercanía que le fue
prohibida.
Letizia sintió frío y un temblor le
recorrió la espalda; no hallaba claridad para sus interrogantes y la paz que
tanto deseaba alcanzar se le tornaba esquiva como si estuviera escribiendo la
primera página de una lenta agonía.
-¡Pobre niña! No sabe vagar con su
silencio -dijo Manuela acostumbrada al sonido intermitente de la muerte.
Al otro día, Julián recibió una
noticia escalofriante que llegó de boca de Alejandro Roca, el marido de
Encarnación. Al parecer José Rodríguez no había fallecido y se encontraba en un
hospital de Galicia en estado vegetativo. La ingesta de alcohol y de
medicamentos lo había llevado a un estado de postración irreversible. Letizia,
evidentemente, se había equivocado de entierro.
-Yo sentí anoche su presencia en la
sala, algo sobrenatural se aferraba a los muros.
-No tiene ingenio ni para
morir -dijo Manuela con un gesto sardónico.
-Mujer, es el padre de las
niñas -contestó Julián.
-No, ya no lo es.
La noticia no cambió en nada la
indiferencia de Letizia que seguía abandonada al jolgorio de las noches.
Necesitaba dinero para suplir la falta de cariño y eso Julián se lo
suministraba porque verla contenta le daba la fortaleza necesaria para escapar
de la rutina y de la nostalgia.
Manuela rezaba la novena letanía
mientras miraba a su hija coser lentejuelas negras en un vestido de fiesta.
Había cruces esparcidas sobre la mesa entre los hilos. Dolores y Laura, que ya
habían crecido, insistían en salir a divertirse con su madre.
Letizia Costa Río quería conquistar
espacios porque se sentía por primera vez una mujer que podía encontrar al
hombre que quisiera, sin importarle las leyes morales y los reproches de
Manuela. Atrás habían quedado los carruseles, las armellas y cerrojos, el
naufragio de su matrimonio… No le importaba la búsqueda espiritual porque el
desafío la invitaba a sentir esa chispa de fuego en sus entrañas aunque
estuviera un poco presa de las limitaciones. Letizia no sabía amar porque nadie
le había enseñado, ni siquiera José que constantemente removía los escombros
reclamando la atención que no tenía. Tal vez, era tarde para empezar porque el
abandono había empobrecido la esperanza.
Cuando Lucía se sometía a largas
jornadas de quimioterapia, Letizia cambiaba su traje de luces por uno más
tormentoso y se recluía con Manuela en el altillo a leer el evangelio para
escapar del rigor de la verdad.
Los domingos iban a la iglesia y
eran leales a los pontífices y a sus sermones. Hasta el lugar la seguían los
perros del barrio que luego se acostaban a dormir en el atrio. Manuela tenía la
certeza de que lo que amaba debía morir, menos ella que sería eterna porque
Dios la estaba poniendo a prueba. Sabía que había aprendido mucho; el bien y el
mal estaban emparentados por la violencia de quien no pensaba igual. Entendía
la maldad como fundamento del carácter pero la moral no tenía matices.
La gente, en el templo, las miraba
con incredulidad, prudencia y ciertas reservas. Seguro que las culpaban por la
enfermedad de José que seguía debatiéndose en el límite con su amor vago pero
irrepetible.
Para Letizia la apatía de Dios hubiera sido la muerte misma porque estaba convencida de que, a pesar de las cruces que tenía que sostener, el Supremo no era una invención sino una compañía, la luz y la única elección posible. Ella no quería renunciar a la presencia incorpórea de quien todo lo puede aunque tuviera que arrastrar cadenas para sobrevivir.
-Quien salve su alma será libre de
juicios, andará senderos fragosos bajo cielos agitados pero tendrá la humanidad
en un puño.
-No sueñes porque cuando duermes
mueres un poco…
-La vida es una trampa y sé que lo
que más deseo no lo tendré nunca-le dijo Letizia a su madre al llegar a la
casa.
Debajo del parral jugaba Lucía con
un grupo de criaturas peludas, los eternos felinos de Rocío mientras el
papagayo hablaba sobre un aro.
-¿Escuchas el dolor, mamá? -dijo la
niña.
Manuela y Letizia se tomaron de las
manos porque el piso las hizo trastabillar; el pasado caminaba en busca de la
infancia.
En ese ambiente nadie estaba a
salvo. No se escuchaban los pájaros, no había escarabajos ni grillos, sólo el
fantasma que los sacudía hasta quebrarlos: la voz del duelo.
*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.
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