viernes, 4 de noviembre de 2022

El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 1era parte)

 

VII



Nació Lucía con un tulipán debajo del brazo. Letizia ama de las plantas, de los pájaros y de los felinos, no quiso  que su esposo la conociera. Sin embargo, José solía trepar los almendros tropicales del jardín para observar a la beba con su madre. Desde lejos, le parecía algodonada e inmóvil, sin la milagrosa risa de las criaturas comunes. Lucía era extraña igual que Letizia, eso lo perturbaba por las noches cuando el humo del cigarrillo se mezclaba con el ladrido de los perros y el ron. José quería aclararse la voz con té de malva pero cada vez se le tornaba más áspera.

 José estaba bebiendo mucho. Vivía en la campiña solitaria y solía vérselo con su traje negro caminar por los sembrados. La casa repleta de ropa sucia mostraba el abandono: los pisos resbalosos de tantas cáscaras de mandarinas, las sábanas manchadas con vino mientras las ratas llevaban sus crías a los albergues. Las arañas tejían redes playeras sobre los caireles junto a las cucarachas que gozaban de una libertad fétida y sin vigilancia.

Para José la vida sin Letizia y sus hijas ya no tenía sentido. A menudo, era juzgado por su conducta pero él no levantaba la vista del piso; tenía miedo al desprecio social y comenzaba a aparecer en su interior el terror de Manuela que no lo dejaba en paz.

Lucía, para él, era un bebé incompleto, un angelito con ojos de tristeza y blancura de nieve. ¿Había vuelto Encarnación como una novia empolvada o se trataba otra vez de Rocío?

En esa granja no existían las respuestas por eso decidió ir a ver a Manuela para saber algo sobre la salud de su hija. La suegra de José ya había perdido todo incluso la simpleza y sólo se conformaba con la compañía de espíritus y de un Dios que no se apartaba de ella en ningún momento.

-¡Qué buscas simplón!

-Necesito ver a la niña, por favor Manuela, soy su padre. Míreme, ¿qué ve?

-A un estúpido sin cabeza.

-No sea cruel, he venido porque me inquieta su salud.

-¡Qué sabes tú; aquí no ha muerto nadie!

-Le tengo miedo a los muertos, señora, porque son vigías en la oscuridad y ante las luces del sol. Pueden llevarse a quien más aman…

-¡Calla, perejil, el fuego del verano te calcinó tu cuero calvo! ¡Vete!

Letizia apareció con Lucía en brazos y se quedó mirándolo como quien ve a un desaparecido.

-Ven, acaríciala…-le dijo.

José Rodríguez besó la frente helada de Lucía y un escalofrío que le recorrió el cuerpo lo hizo trastabillar y se desmayó. Julián le acercó un vaso de vino blanco y lo invitaron a cenar un arrollado de lenguado con camarones y crema.

-Hombre, pareces un ánima, debes alimentarte.

-Gracias-dijo José perturbado por una mezcla de malestares que lo dejaban sin raciocinio.

-¡Qué sientes, dime!

-Nada, Julián, debo irme, disculpe…

Se marchó sin mirar a nadie con la incapacidad física y emotiva que demostraba síntomas asociados con una depresión inminente.

En la calle, comenzó a caminar como ebrio sin noción del tiempo; quería abstenerse del pensamiento pero no podía evitar tropezar con la carita de Lucía que le parecía de piedra caliza. Ya no podía soportar lo peor; el amor le había consumido la sangre y ahora se hallaba sepultado debajo de la tierra y de las malezas en un lugar donde no se vuelve, pero tampoco deseaba regresar porque la palabra estaba dicha.

Letizia acunaba a su hija con aires de artista que había creado su máxima obra. Aquella idea era un delirio que le quitaba los pocos vestigios de cordura. Manuela y Julián volvían a dar señales de vida en torno a Dolores, Laura, Damián y Lucía. Apostaban al reconocimiento de la gente como personajes de bien; sin embargo, más de uno los señalaba por la difícil manera de encarar lo inocultable. De todas formas, parecían una familia que había sufrido las pérdidas casi sin reparar en ellas, con todo el dramatismo escondido detrás de las paredes y en la memoria: testigo de un terremoto existencial.

Las líneas del camino ya estaban trazadas y nadie dudaba en cambiar el rumbo; las barreras infranqueables, seguramente, serían derribadas como guerreros de Gujarac porque poseían todas las revelaciones al alcance de las manos. La prioridad, aunque no lo dijeran, era Lucía y su mirada frágil.


-Los ángeles usan la boca del prójimo para darnos consejos-. solía decir Manuela cuando, por las noches cerradas, hablaba con el retrato de Rocío que parecía escuchar su voz apergaminada. Esa niña y su sabiduría eran fiel a los milagros que, quizá, tenía olvidados porque Manuela rezaba tanto sus oraciones mientras esperaba una respuesta que no llegaba.

-Purifica mi alma, escapa del sagrario y ofrenda una posibilidad de dicha; viajera, regresa a mendigar caricias porque la oscuridad ciega tus ojos de agua. ¿Es el fin del mundo, verdad?

Manuela divagaba porque no podía ocultar el idilio que tenía con su amada hija pero tampoco deseaba cruzar la reja porque sus huesos arrojaban frío. Sabía que en el fondo de la sombra estaba la tempestad, un demonio que no entendía de bendiciones y con quien tenía que luchar hasta dejar la última gota de sangre. Por momentos, creía ser tan omnipotente como Dios pero luego caía en el silencio que da la incertidumbre con su oleada de presagios. Ella era la niña que necesitaba abrigo porque el espejo no tenía cara para enfrentar sus arrugas.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

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