VII
Nació Lucía con un tulipán debajo del brazo. Letizia ama de las plantas, de los pájaros y de los felinos, no quiso que su esposo la conociera. Sin embargo, José solía trepar los almendros tropicales del jardín para observar a la beba con su madre. Desde lejos, le parecía algodonada e inmóvil, sin la milagrosa risa de las criaturas comunes. Lucía era extraña igual que Letizia, eso lo perturbaba por las noches cuando el humo del cigarrillo se mezclaba con el ladrido de los perros y el ron. José quería aclararse la voz con té de malva pero cada vez se le tornaba más áspera.
José estaba bebiendo mucho. Vivía en la
campiña solitaria y solía vérselo con su traje negro caminar por los sembrados.
La casa repleta de ropa sucia mostraba el abandono: los pisos resbalosos de
tantas cáscaras de mandarinas, las sábanas manchadas con vino mientras las
ratas llevaban sus crías a los albergues. Las arañas tejían redes playeras
sobre los caireles junto a las cucarachas que gozaban de una libertad fétida y
sin vigilancia.
Para José la vida sin Letizia y sus
hijas ya no tenía sentido. A menudo, era juzgado por su conducta pero él no
levantaba la vista del piso; tenía miedo al desprecio social y comenzaba a
aparecer en su interior el terror de Manuela que no lo dejaba en paz.
Lucía, para él, era un bebé
incompleto, un angelito con ojos de tristeza y blancura de nieve. ¿Había vuelto
Encarnación como una novia empolvada o se trataba otra vez de Rocío?
En esa granja no existían las
respuestas por eso decidió ir a ver a Manuela para saber algo sobre la salud de
su hija. La suegra de José ya había perdido todo incluso la simpleza y sólo se
conformaba con la compañía de espíritus y de un Dios que no se apartaba de ella
en ningún momento.
-¡Qué buscas simplón!
-Necesito ver a la niña, por favor
Manuela, soy su padre. Míreme, ¿qué ve?
-A un estúpido sin cabeza.
-No sea cruel, he venido porque me
inquieta su salud.
-¡Qué sabes tú; aquí no ha muerto
nadie!
-Le tengo miedo a los muertos,
señora, porque son vigías en la oscuridad y ante las luces del sol. Pueden
llevarse a quien más aman…
-¡Calla, perejil, el fuego del
verano te calcinó tu cuero calvo! ¡Vete!
Letizia apareció con Lucía en
brazos y se quedó mirándolo como quien ve a un desaparecido.
-Ven, acaríciala…-le dijo.
José Rodríguez besó la frente
helada de Lucía y un escalofrío que le recorrió el cuerpo lo hizo trastabillar
y se desmayó. Julián le acercó un vaso de vino blanco y lo invitaron a cenar un
arrollado de lenguado con camarones y crema.
-Hombre, pareces un ánima, debes
alimentarte.
-Gracias-dijo José perturbado por
una mezcla de malestares que lo dejaban sin raciocinio.
-¡Qué sientes, dime!
-Nada, Julián, debo irme, disculpe…
Se marchó sin mirar a nadie con la
incapacidad física y emotiva que demostraba síntomas asociados con una
depresión inminente.
En la calle, comenzó a caminar como
ebrio sin noción del tiempo; quería abstenerse del pensamiento pero no podía
evitar tropezar con la carita de Lucía que le parecía de piedra caliza. Ya no
podía soportar lo peor; el amor le había consumido la sangre y ahora se hallaba
sepultado debajo de la tierra y de las malezas en un lugar donde no se vuelve,
pero tampoco deseaba regresar porque la palabra estaba dicha.
Letizia acunaba a su hija con aires
de artista que había creado su máxima obra. Aquella idea era un delirio que le
quitaba los pocos vestigios de cordura. Manuela y Julián volvían a dar señales
de vida en torno a Dolores, Laura, Damián y Lucía. Apostaban al reconocimiento
de la gente como personajes de bien; sin embargo, más de uno los señalaba por
la difícil manera de encarar lo inocultable. De todas formas, parecían una
familia que había sufrido las pérdidas casi sin reparar en ellas, con todo el
dramatismo escondido detrás de las paredes y en la memoria: testigo de un
terremoto existencial.
Las líneas del camino ya estaban trazadas y nadie dudaba en cambiar el rumbo; las barreras infranqueables, seguramente, serían derribadas como guerreros de Gujarac porque poseían todas las revelaciones al alcance de las manos. La prioridad, aunque no lo dijeran, era Lucía y su mirada frágil.
-Los ángeles usan la boca del
prójimo para darnos consejos-. solía decir Manuela cuando, por las noches
cerradas, hablaba con el retrato de Rocío que parecía escuchar su voz
apergaminada. Esa niña y su sabiduría eran fiel a los milagros que, quizá,
tenía olvidados porque Manuela rezaba tanto sus oraciones mientras esperaba una
respuesta que no llegaba.
-Purifica mi alma, escapa del
sagrario y ofrenda una posibilidad de dicha; viajera, regresa a mendigar
caricias porque la oscuridad ciega tus ojos de agua. ¿Es el fin del mundo,
verdad?
Manuela divagaba porque no podía
ocultar el idilio que tenía con su amada hija pero tampoco deseaba cruzar la
reja porque sus huesos arrojaban frío. Sabía que en el fondo de la sombra
estaba la tempestad, un demonio que no entendía de bendiciones y con quien
tenía que luchar hasta dejar la última gota de sangre. Por momentos, creía ser
tan omnipotente como Dios pero luego caía en el silencio que da la
incertidumbre con su oleada de presagios. Ella era la niña que necesitaba
abrigo porque el espejo no tenía cara para enfrentar sus arrugas.
*
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