-Abuelo, háblame de mi madre -le
preguntaba a Julián que entornaba los ojos y colocaba las manos en forma de
cruz sobre el pecho.
-Dile a Manuela, vamos anda…
-No, cuéntame de ella.
Esa noche entre las paredes añosas,
mientras escuchaban de lejos los rezos de Manuela, el abuelo comenzó a hablar
de Encarnación. Por primera vez desde aquel día, cuando se quedó solo frente a
la tragedia, se sintió perdido y a merced de Damián que lo observaba como un
ser incomprendido.
-Encarnación es, porque está aquí,
bonita de ojos azules. De niña solía correr con sus muñecas sucias detrás de
los gatos con la rebeldía de su edad y la sabiduría de un adulto. Contestaba
mal, desobedecía a Manuela, pero con su alegría inundaba la casa.
-Muéstrame su fotografía -dijo de
repente Damián.
-Hijo mío, no molestes más a tu
abuelo que ya está muy viejo.
Damián, tratando de retener la
bronca, se levantó, dio un portazo y se fue a la calle. No entendía el porqué
de tanto misterio; necesitaba tanto comenzar a ser a través de su madre,
olvidarse de sí mismo para conocer su origen. ¿Por qué amaba tanto a alguien
que nunca había visto?
Y así fue como su mano movió el
picaporte. Era incapaz de huir porque en esa casona se escondía su mamá, aunque
fuera solamente un alma coronada de flores. Encarnación alborotaba el aire de
los cuartos y algún día, quizá, con la ayuda de alguien, despertaría de la
profundidad de los roperos con el cuerpo lleno de algas para cobrar vida en
algún retrato.
José, su padre, no la había vuelto
a ver después de aquel día del desmayo pero sabía, por amigos de la familia,
que la niña vivía en el umbral de las sombras. Él no podía hacer nada porque
Letizia había llegado a odiarlo. Ella poseía la misma obstinación que tenía
Manuela por la muerte, eran tan pasionales para todo que cualquier persona
cercana resultaba insignificante. Solían tener conversaciones fortuitas con
médicos en la iglesia, en la estación de trenes, en el cementerio… para que
nadie sospechara que ocurría algo extraño.
En el medio doméstico en el cual
vivían, Lucía solía pisar hormigas, acariciar las amapolas y arrancar los
geranios. Jugaba con sus hermanas en un barco anclado en el fondo del patio;
esperaba, quizá, el naufragio de ese Titanic que sabía que la travesía se
interrumpiría en algún momento.
Aura y brillo, perfume de
tulipanes, alguna gata Máxima y el retiro absoluto…
-Aunque estemos acompañados somos
individuales; cuando el alma consume el cuerpo, la soledad asoma el vigor y se
prepara para compartir el espacio que todavía se puede rescatar -decía Manuela.
Nada era tan trivial y tan monótono
que escuchar las reflexiones de esa abuela pueril en momentos en los cuales la
angustia se apropiaba de los corazones.
Lucía despojada de aire y en el fondo
de una cisterna que se desbordaba por sus cultos, estaba comenzando a regalar
sus pocos años a los espejos de agua, a la rigidez de las fronteras, a las
vallas, al camino abierto… porque su fragilidad demostraba que estaba muy
enferma.
Letizia ya lo sabía y Manuela mucho
antes que ella. A medida que pasaban los días, la familia comenzaba a sentirse
más angustiada. Cuando todos creían que se hallaba recluida, Letizia apareció
en el portal en compañía de Manuela que era esclava de la resignación. Micaela,
la vecina, quiso interrogarla pero Letizia la esquivó con altivez; se acurrucó
en los brazos de su madre para que le diera la bendición y luego miró a los
curiosos como si fueran criados sin apellido ni linaje.
Lucía sufría una enfermedad
terminal y su mamá estaba dispuesta a luchar. Encendió diez velas al retrato de
Rocío y se llevó la mano al crucifijo que llevaba en el cuello. Tenerlo le daba
seguridad y cordura aunque desde ese día Letizia Costa Río comenzó a vestirse
de negro; olvidó las lámparas y bujías y se refugió en las tinieblas. Solamente
salía a la calle cuando llevaba a la niña a la consulta con los médicos.
José se acercó para ver el inicio
del tormento y para ayudar a Letizia a recorrer ese camino de espinas, más allá
de los desacuerdos y de la falta de amor.
Manuela, al verlo llegar, se sentó
bajo el parral aspirando el olor del muérdago.
-A qué vienes.
-Por favor, señora, tenga piedad…
Lucía se hallaba sentada sobre un
plumón, vestida con encajes bordados y puntillas de Valencia. Lo miraba seria
como si estuviera en un rito bautismal y con la absoluta certeza de que ese
hombre, para ella, era un extraño. Dolores y Laura también lo observaban
tímidamente con los ojos hipnóticos pues casi se habían olvidado de él y de su
rostro famélico.
*
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