jueves, 24 de noviembre de 2022

El silencioso grito de Manuela (Cap VIII. 1era parte)

 


VIII

Entre llantos y sanatorios, iban llegando las noticias sobre la vida de José. Las traían los parientes de los Pueblos Blancos que lo habían visto en sus correrías, alcoholizado y nómade. Decían que tomaba psicofármacos para olvidar porque se sentía derrotado, pero también ingería pastillas de hierro y calcio para no caer en la postración. Sin embargo, un día se sintió mal, parado en el cincel del último sótano, donde a la persona se lo reduce a despojos. Tenía hepatitis. Nadie se acordaba de él; estaba a punto de morir pero se mostraba tranquilo porque ya no le importaba lo inexplicable. Su estado comatoso lo alejaba de aquello que alguna vez lo movilizó tanto.

-Déjame abierta la puerta que yo soy quien llega con mi espíritu descarnado y mi pellejo seco-decía afiebrado en una sala de hospital.

En ese momento, le pareció ver asomarse a la puerta de la habitación a una mujer vestida de negro, pero creyó que no la conocía pues no la recordaba…

-¡Tu palabra es el silencio!-le gritó.

Fue así como salvó la vida contra su voluntad envuelto en un sueño ultramundano y con la certeza de que él no había hecho nada malo.

-No debe beber más -le dijo el médico.

La casa, como siempre, con su pobreza deforme, lo recogió nuevamente; él seguía siendo un hombre rico que vivía como un indigente. Las glorias y los paraísos no existían porque los minutos habían quedado paralizados en la frase final, en el miedo, en el olor a tumba de los vestidos de Manuela, en su carro de mendigo.

Lucía ya tenía ocho años y había soportado los más crueles tratamientos. Era una niña dócil, inteligente y sensible; amaba los animales y, a menudo, daba cátedra de sus conocimientos con una madurez extrema que llevaba  al límite de su oratoria.

-¿Por qué llorar por las cosas materiales si lo único auténtico son los sentimientos. Hermanos, amigos, mi perro, mis gatos… la verdad que muchos niegan: el amor.

-Tú vas a ser escritora-le decía Manuela orgullosa de las ideas de Lucía.

-Si Dios me da tiempo…

Manuela, al escucharla, otra vez le corría por el cuerpo el hielo de ultratumba porque sabía que existía una potencia ineludible que la arrastraba a la bruma. Ella, en ese cielo gris, era una discípula y se sentía una criatura más pequeña que Lucía; ignoraba lo que significaba ser una mujer adulta, con el caudal de fuerza suficiente como para hacer frente a los azotes, pelear, tomar el látigo y arremeter contra quienes creían tener la última palabra.

-¡No hay nadie en la casa! -se escucharon unos gritos.

Letizia volvía después de tres días de festejos con el cuerpo azotado por la bebida y la memoria velada. Seguía vestida de negro como hacía años cuando se enteró de la enfermedad de Lucía, sólo que ahora el disfraz tenía luces, mostraba los horrores y traía el peso de una persona al límite.

Ella creía que lo sabía todo y que su momento de ser feliz había llegado; debía aprovechar los años perdidos, no pensar en las calumnias ni en José. Era prematuro recoger cenizas de algún campo minado porque estaba frente a una nueva senda: la diversión.

Julián la miraba de reojo detrás de sus gafas; era incapaz de hacerle reproches porque la amaba mucho y sabía lo que había dejado detrás para salvar a Lucía. Manuela no comprendía tanta alegría porque ella sí tenía los pies sobre la tierra y la magia en sus manos de vidente.

Letizia seguía bailando desnuda sobre la terraza mientras Dolores y Laura la observaban como si nada pasara; estaban acostumbradas a sus delirios sin treguas. Preferían verla trastornada por la risa a muerta por el dolor. Sin embargo, ésa era justamente la máxima demostración de la angustia; para evadirse de ella probaba con la locura que al final del día y en las profundidades de la alcoba la volvía a acompañar quitándole aire a sus pulmones.


José, a pesar de la hepatitis, todavía no se rendía ante el alcohol y tomaba fármacos. Ya no encontraba un punto de unión con la vida; era bastante engorroso para él levantarse por la mañana después de haber estado tomando licores, cerveza, ron añejo, whisky de malta, oporto y jerez. Todos estaban buenos a la hora de olvidar pero luego ese paisaje que le era propio se le tornaba irreconocible, un cielo al revés que lo sumergía en un báratro donde las criaturas estaban adoctrinadas y él era el único ser despreciado por las razas.

A pesar de haber múltiples opciones, José no podía salir de ese abismo y como un autómata se dejaba llevar hacia la nada. La vida sin Letizia y sus hijas para él ya no tenía significado y absolutamente nadie podía persuadirlo para que tratara de sobreponerse a lo irremediable. José balbuceaba diversos dialectos en medio del corral de las vacas; no tenía miedo a lo desconocido porque su dolor físico y espiritual no le permitía una sola reacción. Él era dueño de su pasado y de ese presente que tenía sus razones y con el que se hallaba en deuda; José debía pagar.

Tomó una botella y la golpeó contra un poste de alambre y lloró mucho; no era ejemplo para nadie y menos para sus hijas que ya no lo conocían.

-Madrecita, tu paz eterna me llega… -decía mientras miraba el cielo-Estás entristecida por mí que soy tu hijo, tu desolación es la mía…

En medio de tanta desesperación cayó de rodillas con los ojos blancos; dejó la sangre y los besos, lo feo y lo hermoso, todo el oro y la tierra que tantas veces lo vio llorar, sembrar en el huerto, anidar pichones, temblar de miedo, arrojar las horas de soledad cuando se desgarraban uno a uno los ruegos.

 *
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

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