VIII
Entre llantos y sanatorios, iban
llegando las noticias sobre la vida de José. Las traían los parientes de los
Pueblos Blancos que lo habían visto en sus correrías, alcoholizado y nómade.
Decían que tomaba psicofármacos para olvidar porque se sentía derrotado, pero
también ingería pastillas de hierro y calcio para no caer en la postración. Sin
embargo, un día se sintió mal, parado en el cincel del último sótano, donde a
la persona se lo reduce a despojos. Tenía hepatitis. Nadie se acordaba de él;
estaba a punto de morir pero se mostraba tranquilo porque ya no le importaba lo
inexplicable. Su estado comatoso lo alejaba de aquello que alguna vez lo
movilizó tanto.
-Déjame abierta la puerta que yo
soy quien llega con mi espíritu descarnado y mi pellejo seco-decía afiebrado en
una sala de hospital.
En ese momento, le pareció ver
asomarse a la puerta de la habitación a una mujer vestida de negro, pero creyó
que no la conocía pues no la recordaba…
-¡Tu palabra es el silencio!-le
gritó.
Fue así como salvó la vida contra
su voluntad envuelto en un sueño ultramundano y con la certeza de que él no
había hecho nada malo.
-No debe beber más -le dijo el
médico.
La casa, como siempre, con su
pobreza deforme, lo recogió nuevamente; él seguía siendo un hombre rico que
vivía como un indigente. Las glorias y los paraísos no existían porque los
minutos habían quedado paralizados en la frase final, en el miedo, en el olor a
tumba de los vestidos de Manuela, en su carro de mendigo.
Lucía ya tenía ocho años y había
soportado los más crueles tratamientos. Era una niña dócil, inteligente y
sensible; amaba los animales y, a menudo, daba cátedra de sus conocimientos con
una madurez extrema que llevaba al
límite de su oratoria.
-¿Por qué llorar por las cosas
materiales si lo único auténtico son los sentimientos. Hermanos, amigos, mi
perro, mis gatos… la verdad que muchos niegan: el amor.
-Tú vas a ser escritora-le decía
Manuela orgullosa de las ideas de Lucía.
-Si Dios me da tiempo…
Manuela, al escucharla, otra vez le
corría por el cuerpo el hielo de ultratumba porque sabía que existía una
potencia ineludible que la arrastraba a la bruma. Ella, en ese cielo gris, era
una discípula y se sentía una criatura más pequeña que Lucía; ignoraba lo que
significaba ser una mujer adulta, con el caudal de fuerza suficiente como para
hacer frente a los azotes, pelear, tomar el látigo y arremeter contra quienes
creían tener la última palabra.
-¡No hay nadie en la casa! -se
escucharon unos gritos.
Letizia volvía después de tres días
de festejos con el cuerpo azotado por la bebida y la memoria velada. Seguía
vestida de negro como hacía años cuando se enteró de la enfermedad de Lucía,
sólo que ahora el disfraz tenía luces, mostraba los horrores y traía el peso de
una persona al límite.
Ella creía que lo sabía todo y que
su momento de ser feliz había llegado; debía aprovechar los años perdidos, no
pensar en las calumnias ni en José. Era prematuro recoger cenizas de algún
campo minado porque estaba frente a una nueva senda: la diversión.
Julián la miraba de reojo detrás de
sus gafas; era incapaz de hacerle reproches porque la amaba mucho y sabía lo
que había dejado detrás para salvar a Lucía. Manuela no comprendía tanta
alegría porque ella sí tenía los pies sobre la tierra y la magia en sus manos
de vidente.
Letizia seguía bailando desnuda sobre la terraza mientras Dolores y Laura la observaban como si nada pasara; estaban acostumbradas a sus delirios sin treguas. Preferían verla trastornada por la risa a muerta por el dolor. Sin embargo, ésa era justamente la máxima demostración de la angustia; para evadirse de ella probaba con la locura que al final del día y en las profundidades de la alcoba la volvía a acompañar quitándole aire a sus pulmones.
José, a pesar de la hepatitis,
todavía no se rendía ante el alcohol y tomaba fármacos. Ya no encontraba un
punto de unión con la vida; era bastante engorroso para él levantarse por la
mañana después de haber estado tomando licores, cerveza, ron añejo, whisky de
malta, oporto y jerez. Todos estaban buenos a la hora de olvidar pero luego ese
paisaje que le era propio se le tornaba irreconocible, un cielo al revés que lo
sumergía en un báratro donde las criaturas estaban adoctrinadas y él era el
único ser despreciado por las razas.
A pesar de haber múltiples
opciones, José no podía salir de ese abismo y como un autómata se dejaba llevar
hacia la nada. La vida sin Letizia y sus hijas para él ya no tenía significado
y absolutamente nadie podía persuadirlo para que tratara de sobreponerse a lo
irremediable. José balbuceaba diversos dialectos en medio del corral de las
vacas; no tenía miedo a lo desconocido porque su dolor físico y espiritual no
le permitía una sola reacción. Él era dueño de su pasado y de ese presente que
tenía sus razones y con el que se hallaba en deuda; José debía pagar.
Tomó una botella y la golpeó contra
un poste de alambre y lloró mucho; no era ejemplo para nadie y menos para sus
hijas que ya no lo conocían.
-Madrecita, tu paz eterna me
llega… -decía mientras miraba el cielo-Estás entristecida por mí que soy tu
hijo, tu desolación es la mía…
En medio de tanta desesperación
cayó de rodillas con los ojos blancos; dejó la sangre y los besos, lo feo y lo
hermoso, todo el oro y la tierra que tantas veces lo vio llorar, sembrar en el
huerto, anidar pichones, temblar de miedo, arrojar las horas de soledad cuando
se desgarraban uno a uno los ruegos.
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