Lejos, se escuchaba el llanto de un
niño. Manolo sintió un latido punzante en el corazón porque no se trataba de
una criatura sino de un gato. Era un gemido de desconfianza y de abandono. Así
aullaba la gata Máxima cuando alguien fallecía en la casa vieja.
Letizia se asomó por la puerta del
cuarto vestida de oscuro como siempre, con los hombros vencidos y la aspereza
en su mirada. Manolo, al verla, se impresionó mucho porque no quedaba nada de
la mujer seductora que él había conocido. Paseó la vista por los inquilinos
que, inmóviles, lo observaban con temor a mostrar el aturdimiento.
Ella se veía maternal a pesar de su
aspecto pero tremendamente distante; por momentos, parecía una religiosa
abandonada al silencio de las abadías y por otros una hechicera, tal vez, un
ser aberrante que oficiaba misas negras en una ermita o bajo los montes. Estaba
tan enojada con Dios que podía dominar al diablo con poderes sobrenaturales.
-Que el señor os guarde -dijo, y
Manolo dio un paso atrás con deseos de escapar de ese lugar centenario para
morir en algún lodazal.
Socorro ya restablecida salió a su
encuentro.
-Llévesela, está loca, no la
queremos acá…
Manolo no respondía; la noche se
acercaba… Sonrió dejando de lado todo formalismo. Avanzó sin hacer ruido entre
las plantas cactáceas hacia Letizia. Ella lo miraba pero no lo conocía; a la
luz de la vela de cebo, bajo el alero, sintió su perfume. Era incapaz de hablar
porque no se acordaba de él y Manolo, con las manos temblorosas, sólo le tenía
miedo a esa mujer diferente que lo inquietaba; parecía pérfida pero tranquila.
-¿Cómo está mi madre? -le preguntó.
Manolo, en medio de la crudeza de la noche, sintió que lo apuñalaban por la espalda. Por primera vez después de tanto tiempo, ella lo abrazó y se quedaron por unos minutos sin decir nada. Luego se alejaron para mirarse a los ojos; Letizia comenzó a llorar y él no se atrevió a tocarla pues era muy grande su desconcierto.
Pasaron unos instantes, ella
murmuró cosas incoherentes, frases entrecortadas, hasta que se sentó en la
banqueta con las manos en forma de cruz sobre el pecho y dijo:
-Le prepararé una pócima para
mañana.
-Letizia, escucha, no me conoces…
-Eres un creyente fiel que ha venido por un bálsamo; tu rostro se ve malsano o es usted extranjero.
-Por el amor de Dios soy Manolo. Ya
sé que me odias pero tenemos a nuestro hijo Antonio.
-¿Antonio? -dijo ella con cierta
ironía-. ¡Odio sí la falsedad de las personas ricas, aturdidas por consejos de
beatas y anatemas de sacerdotes bien educados con el sexo amordazado por las
leyes divinas! ¡Yo no tengo hijos!
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