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El silencioso grito de Manuela (Cap XVIII 1era parte)

 

Lejos, se escuchaba el llanto de un niño. Manolo sintió un latido punzante en el corazón porque no se trataba de una criatura sino de un gato. Era un gemido de desconfianza y de abandono. Así aullaba la gata Máxima cuando alguien fallecía en la casa vieja.

Letizia se asomó por la puerta del cuarto vestida de oscuro como siempre, con los hombros vencidos y la aspereza en su mirada. Manolo, al verla, se impresionó mucho porque no quedaba nada de la mujer seductora que él había conocido. Paseó la vista por los inquilinos que, inmóviles, lo observaban con temor a mostrar el aturdimiento.

Ella se veía maternal a pesar de su aspecto pero tremendamente distante; por momentos, parecía una religiosa abandonada al silencio de las abadías y por otros una hechicera, tal vez, un ser aberrante que oficiaba misas negras en una ermita o bajo los montes. Estaba tan enojada con Dios que podía dominar al diablo con poderes sobrenaturales.

-Que el señor os guarde -dijo, y Manolo dio un paso atrás con deseos de escapar de ese lugar centenario para morir en algún lodazal.

Socorro ya restablecida salió a su encuentro.

-Llévesela, está loca, no la queremos acá…

Manolo no respondía; la noche se acercaba… Sonrió dejando de lado todo formalismo. Avanzó sin hacer ruido entre las plantas cactáceas hacia Letizia. Ella lo miraba pero no lo conocía; a la luz de la vela de cebo, bajo el alero, sintió su perfume. Era incapaz de hablar porque no se acordaba de él y Manolo, con las manos temblorosas, sólo le tenía miedo a esa mujer diferente que lo inquietaba; parecía pérfida pero tranquila.

-¿Cómo está mi madre? -le preguntó.

            Manolo, en medio de la crudeza de la noche, sintió que lo apuñalaban por la espalda. Por primera vez después de tanto tiempo, ella lo abrazó y se quedaron  por unos minutos sin decir nada.   Luego se   alejaron  para mirarse a los  ojos;   Letizia comenzó a llorar y él no se atrevió a tocarla pues era muy grande su desconcierto.

Pasaron unos instantes, ella murmuró cosas incoherentes, frases entrecortadas, hasta que se sentó en la banqueta con las manos en forma de cruz sobre el pecho y dijo:

-Le prepararé una pócima para mañana.

-Letizia, escucha, no me conoces…

-Eres un creyente fiel que ha venido por un bálsamo; tu rostro se ve malsano o es usted extranjero.


-Por el amor de Dios soy Manolo. Ya sé que me odias pero tenemos a nuestro hijo Antonio.

-¿Antonio? -dijo ella con cierta ironía-. ¡Odio sí la falsedad de las personas ricas, aturdidas por consejos de beatas y anatemas de sacerdotes bien educados con el sexo amordazado por las leyes divinas! ¡Yo no tengo hijos!

Manolo, completamente amargado, tenía la sensación de encontrarse en un reducto donde la demencia pertenecía a una raza común y corriente.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Entre los girasoles...

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