Vestida de negro desde aquel
nefasto día que se enteró de la dolencia de su hija, permanecía absorta, casi
autista, en su camastro desmantelado. No quería que nadie lo limpiara ni lo
ordenara mientras la herrumbre se filtraba entre las hilachas de sus ropas.
Manuela lloraba más que nunca en su
templo rodeada de decenas de hierbas, sales, hongos, laureles y vinagre. No
sabía qué tisanas preparar para alejar el demonio de la cabeza de su hija que
se abandonaba al mutismo total.
Julián ya no preguntaba porque el
aire enrarecido le demostraba que todo andaba mal y que su familia destruida
por el destino no podía hacer frente a la perfección de los excesos. Él no
tenía las armas para asegurar la perpetuidad porque sus huesos parecían
anestesiados. Se miraba en el espejo y veía sus rasgos faciales distorsionados
y envejecidos, sin movimientos de expresión. En ese momento, pensó que era otro
y que se hallaba en el principio de su fin.
-Para qué vivir, para esto… -dijo
con un hilo de voz mientras miraba las habitaciones, las lujosas estatuas, el
brillo de la riqueza que ya no le servía para nada.
Nadie le garantizaba la felicidad ni siquiera el dinero que, dicen
algunos, todo lo compra. Casi en el final del camino no hay poder ni riqueza
que pueda anular la orden que dice: “ahora te toca a ti…” y al tener tantas
pérdidas cercanas es cuando la muerte te golpea más para que reacciones. Julián
hacía mucho que estaba involucrado sólo que no creía en otra vida; Manuela, en
cambio, se mantenía fuerte justamente por esas creencias.
-Allá están mejor. Nos encontraremos algún día. Sin el paraíso, la tierra no sirve para nada -solía decir.
El lenguaje de sus antiquísimas teorías acaparaban su memoria y en ellas no había diferencias. Lo antagónico era que, a pesar de creer en el edén, tenía temor a abandonar a sus seres queridos con las amenazas, las estrategias, el materialismo, las mentiras y la angustia permanente.
Manuela observaba a su pequeña
Letizia desquiciada por completo y cerraba los ojos para no enfrentar la
realidad que la desestabilizaba y la sumergía aún más en el laberinto
existencial. Ella sabía que tenía que cuidar a Antonio, a Dolores y Laura y
hasta a Damián que ya estaba grande. Esa era una razón para vivir que le daba
la entereza; se sentía útil porque los niños, a pesar de sus rarezas, la
amaban.
-Abuela cuéntame el cuento de la
bicicleta roja. Abuela arréglame el vestido para la fiesta, el color ámbar,
vamos que ya es tarde, no rezongues… Abuela habla de mi madre…
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