-Estoy buscando -dijo Letizia tratando de reconocer el lenguaje.
-¿Quieres encontrar a tu familia?
-¡No! Estoy buscando el equilibrio entre
sensibilidad y razón.
-Pues es bastante difícil -contestó
Socorro que entendía muy poco de los pensamientos filosóficos.
De repente, se escuchó un estrépito
de viejas maderas. Letizia corrió a esconderse y Socorro fue hacia la puerta,
pero no había nadie. El ambiente, transfigurado por un humo casi invisible,
calcinaba la piel. La dueña de la pensión miró hacia la calle: las casas
destruidas por la humedad, los techos de chapa perforados por el óxido, los
almendros entre los matorrales del baldío y de pronto, en su cabeza, el rostro
pálido y óseo de Letizia.
Desde que ella había llegado
ocurrían cosas raras: las begonias secas, el jazminero devorado por las
hormigas, la muchedumbre de desesperados por conocerla cuando Letizia sólo les
tenía miedo. Todo parecía ser una pesadilla que no tenía explicación racional.
Socorro tendría que hacer algo
porque ese vaho adormecedor le traía pesadillas, incertidumbre y confusión. No
estaba acostumbrada al caos alimentado por los misterios que no podía
descifrar. Ella era una mujer simple que de joven trabajó de lavandera con las
limitaciones de una vida pobre.
-Buenas, mujer, le traigo estas
hostias -le dijo una voz que alteró su aparente tranquilidad.
-Nadie pidió nada, vete que no
estoy para majaderías.
-Una señora vestida con un traje de
paño y un sombrero de fieltro hundido hasta la nariz me las pidió y yo
obedezco…
-¡Vete! -le gritó la dueña de la
pensión a punto de darle un infarto.
Socorro frunció el ceño frente al
muchacho que luego salió corriendo despavorido; ella comenzó a pasearse por la
galería arrojando al piso las hostias. ¡Qué extraño era todo! ¡Qué espantosa
era la realidad de esa desconocida!
Sintió lástima y enojo por la conducta de Letizia.
-Ni yo misma la entiendo -dijo-. Estoy
frente al semblante de alguien que, tal vez, no existe; hay peligro en sus
pasionales adoraciones. ¿El miedo de perderlas o de conservarlas?
A Socorro algo la sublevaba pero le
gustaban los secretos. Letizia le había entregado parte de su alma, pero la
sangre ya había abandonado su máscara de yeso y eso le daba un aspecto de dama
amarillenta pintada por Leonardo.
Socorro se acercó a la puerta del cuarto y vio a Letizia mirarse en el espejo frente a un tocador de plata estilo Luis XV; ella era una persona adinerada, pero sus movimientos serviles la descolocaban por completo.
La dueña de la pensión dejó de
observarla y se fue para la cocina; hábilmente era engañada por esa
personalidad abrumadora. De todas maneras, pronto tendría que hacer algo porque
terminaría volviéndose loca. Sentía que los ojos de Letizia desgreñaban sus
ropas; había algo morboso en esa mirada sombría y doliente. Se escucharon
ruidos de tazas y platos y el silbido de una cafetera de Georgia; la señora de
la casa prendió los farolitos chinos en forma de campana y se sentó a ver
televisión pues ya estaba derrotada por un enemigo que ni siquiera conocía y
con quien no podía luchar porque ambas utilizaban diferentes armas. Pensó que
esa monja no tenía valor, que necesitaba afecto y que, quizá, estaba huyendo de
un pasado al cual quería olvidar.
Se oía el canto de los gorriones
entre las enredaderas del patio de baldosas negras y blancas; un sitio donde
todo el mundo ocultaba la risa.
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