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El silencioso grito de Manuela (Cap XV 4ta parte)

 


           -Estoy buscando -dijo Letizia tratando de reconocer el lenguaje.

-¿Quieres encontrar a tu familia?

-¡No!  Estoy buscando el equilibrio entre sensibilidad y razón.

-Pues es bastante difícil -contestó Socorro que entendía muy poco de los pensamientos filosóficos.

De repente, se escuchó un estrépito de viejas maderas. Letizia corrió a esconderse y Socorro fue hacia la puerta, pero no había nadie. El ambiente, transfigurado por un humo casi invisible, calcinaba la piel. La dueña de la pensión miró hacia la calle: las casas destruidas por la humedad, los techos de chapa perforados por el óxido, los almendros entre los matorrales del baldío y de pronto, en su cabeza, el rostro pálido y óseo de Letizia.

Desde que ella había llegado ocurrían cosas raras: las begonias secas, el jazminero devorado por las hormigas, la muchedumbre de desesperados por conocerla cuando Letizia sólo les tenía miedo. Todo parecía ser una pesadilla que no tenía explicación racional.

Socorro tendría que hacer algo porque ese vaho adormecedor le traía pesadillas, incertidumbre y confusión. No estaba acostumbrada al caos alimentado por los misterios que no podía descifrar. Ella era una mujer simple que de joven trabajó de lavandera con las limitaciones de una vida pobre.

-Buenas, mujer, le traigo estas hostias -le dijo una voz que alteró su aparente tranquilidad.

-Nadie pidió nada, vete que no estoy para majaderías.

-Una señora vestida con un traje de paño y un sombrero de fieltro hundido hasta la nariz me las pidió y yo obedezco…

-¡Vete! -le gritó la dueña de la pensión a punto de darle un infarto.

Socorro frunció el ceño frente al muchacho que luego salió corriendo despavorido; ella comenzó a pasearse por la galería arrojando al piso las hostias. ¡Qué extraño era todo! ¡Qué espantosa era la realidad de esa desconocida!  Sintió lástima y enojo por la conducta de Letizia.

-Ni yo misma la entiendo -dijo-. Estoy frente al semblante de alguien que, tal vez, no existe; hay peligro en sus pasionales adoraciones. ¿El miedo de perderlas o de conservarlas?

A Socorro algo la sublevaba pero le gustaban los secretos. Letizia le había entregado parte de su alma, pero la sangre ya había abandonado su máscara de yeso y eso le daba un aspecto de dama amarillenta pintada por Leonardo.

Socorro se acercó a la puerta del cuarto y vio a Letizia mirarse en el espejo frente a un tocador de plata estilo Luis XV; ella era una persona adinerada, pero sus movimientos serviles la descolocaban por completo.


La dueña de la pensión dejó de observarla y se fue para la cocina; hábilmente era engañada por esa personalidad abrumadora. De todas maneras, pronto tendría que hacer algo porque terminaría volviéndose loca. Sentía que los ojos de Letizia desgreñaban sus ropas; había algo morboso en esa mirada sombría y doliente. Se escucharon ruidos de tazas y platos y el silbido de una cafetera de Georgia; la señora de la casa prendió los farolitos chinos en forma de campana y se sentó a ver televisión pues ya estaba derrotada por un enemigo que ni siquiera conocía y con quien no podía luchar porque ambas utilizaban diferentes armas. Pensó que esa monja no tenía valor, que necesitaba afecto y que, quizá, estaba huyendo de un pasado al cual quería olvidar.

Se oía el canto de los gorriones entre las enredaderas del patio de baldosas negras y blancas; un sitio donde todo el mundo ocultaba la risa.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela.
La mujer de los enigmas.

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