La casona estaba iluminada por
lámparas de petróleo; se escuchaban las campanas de la iglesia.
-¿Quién habrá muerto?-le dijo
Manuela al retrato de Rocío.
Su cuerpo sedentario se tornaba
gris e invisible; se acordó de la valija de cuero de su hija, de los ojos de
porcelana y de su rostro avejentado por las fuerzas sobrenaturales. Manuela se
sentía huérfana en ese espacio helado. Miró hacia el patio; la figura de
terracota de la fuente parecía un cuerpo que avanzaba entre las palmeras y el
jazminero. No podía entender la destreza de los movimientos de sus brazos que
se extendían hacia ella. Cerró los párpados a la magia y al engaño de esa
alucinación. ¿Sería su última hora? ¿Alguien la venía a buscar?
Los miedos de Manuela iban en
aumento y con ellos la seguridad del peligro. Escuchó su propia voz que hablaba
con incredulidad, vencida y apagada; no tenía fuerzas ni para rezar pero se
mantenía en pie con el deseo de salir corriendo, con sus enaguas de encajes, a
la calle a buscar a Letizia.
Había agua a los lados del camino,
árboles que parecían arbustos decorativos. Una mujer con su camisón blanco
caminaba rumbo al baldío de las zarzas; allí se perdió entre la vegetación
humedecida por la lluvia, con los grillos de la gata Máxima y la soledad de la
noche.
Al día siguiente, una silueta que
parecía de terracota la encontró casi desvanecida entre el vapor del amanecer y
los pilotes. La ayudó a levantarse y la acercó a la puerta de la casa, tocó
timbre y desapareció dejando olor a hollín entre sus ropas negras.
Julián, desesperado, la tomó del
brazo.
-¿Hombre, dónde estoy? -preguntó
Manuela totalmente perdida.
-Por fin has regresado, déjame
ayudarte.
-Tú eres demasiado anciano. Eres mi
padre, por favor no me retes.
Julián no podía entender qué le
ocurría a Manuela. ¿Dónde había estado toda la noche? Ella lo observaba con desconfianza.
Al rato dijo:
-Fui a buscar a mi hija.
Manuela había recuperado la memoria como si hubiera sido por decisión propia. Nadie le contestó y se quedaron mirándola con esa pasividad que deja el desconcierto.
-Abuela, cuéntanos dónde está mi
madre -le dijo Dolores en voz baja.
-No lo sé. El viento arrastra a los
seres a sus moradas pero hay algunos que no quieren regresar. Oyen su silbido y
caminan en dirección opuesta.
Los ojos de Manuela brillaban
frente a la lámpara de petróleo; se alisaba el pelo, parecía no preocuparle la
ausencia de Letizia. En un arrebato miró hacia la fuente donde permanecía la
figura de terracota. Sintió miedo; ese terror inmanejable que la torturaba
desde pequeña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario