-“
-Déjame, vete con tus chismes.
-No es mentira, señora, y el gato
sabe qué le contesta.
Socorro le arrojó a la vecina, a
través de la ventana, un jarrón de vidrio.
-Continúa inventando cosas, mujer,
que me vas a volver loca como ella.
-El gato le contesta -dijo
nuevamente la vecina, curiosa y asombrada por haber descubierto otra novedad.
-¡No sé cuánto durará esta
pesadilla!
-No se angustie; si llega al
extremo, se levanta y vuelve con fuerza renovada y si quiere le pide un
milagrito a “
Socorro, fuera de sí, sacó un rifle
que tenía detrás de la puerta y tiró al aire; la vecina escapó entre las
macetas de malvones y se llevó por delante las matas de verbenas.
-¡No pasa nada! -gritó la dueña de
la pensión a los inquilinos que se asomaban por los ventanucos y corrían las
persiana-. Vuelvan a las habitaciones, es demasiado tarde.
Volaron ramas y pájaros verdes; una
borrasca que venía del océano se aproximaba para dar batalla. Socorro a través
de la reja observaba el patio humedecido por la lluvia; ella no se dejaba
engañar por las apariencias, el silencio era su mejor arma. En el aire flotaba
cierta energía negativa que daba forma a siluetas umbrosas de la mano de
Letizia. Eran señales que chocaban con una barrera infranqueable: la vida
demasiado padecida.
Letizia se asomó con el gato negro
en los brazos y Socorro tuvo que desviar la mirada; le hacían mal esos ojos
desorbitados y la presencia humilde y silente de esa mujer que llevaba sobre su
cuerpo una especie de atracción sanadora pero al mismo tiempo era un clamor que
se volvía hueso, cráneo, nariz, tierra…
Letizia miró a Socorro y le gritó:
-Lucía sal de esa abominable
marioneta, regresa a tu belleza, es tarde para mendigar pero vuelve a tu cuerpo
efímero porque te amo, hija.
Socorro, al ver que se estaba
dirigiendo a ella, huyó y se refugió debajo de la cama. Allí, en la oscuridad,
entre cajas de zapatos y revistas, la dueña de la pensión sintió que estaba
aturdida por completo. En sus entrañas palpitaba otro ser, ajeno, que quería
escapar del horror o quedarse como viejo recurso de ficción. ¿Estaba cómoda en
ese esqueleto obeso la tal Lucía que reclamaba derechos y luchaba contra sus
propios placeres?
-¡No… y no!
Socorro se revolcó en el polvo que había debajo del camastro y escuchó la voz lejana de Letizia que arrullaba al pequeño gato como si fuera su hijo recién nacido. Dejaba correr la mirada sobre el plano vencido de los tejados de las casas vecinas, escuchaba el rumor de los inquilinos en los patios linderos donde desbordaban las plantas y las tortugas se escondían entre los helechos. El sitio le parecía el paraíso poblado de verdades inconfesables y de secretos demasiado expuestos a la falta de diálogo.
-Eleva la energía del perdón
-vociferaba Letizia-. Te arrepentirás de tu esclavitud y aceptarás las
diferencias.
Socorro se tapaba los oídos con las
manos para no escucharla porque estaba harta de vivir presa de esa palidez de
cera que la miraba continuamente y arrastraba, como un imán, sus piernas hacia
un lugar que le parecía mortuorio. No dejaba de pensar que Letizia era un
sedimento que se desintegraba con un soplo de aire.
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