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El silencioso grito de Manuela (Cap XVII 2da parte)

 


-“La Nueva” le habla al gato, Socorro.

-Déjame, vete con tus chismes.

-No es mentira, señora, y el gato sabe qué le contesta.

Socorro le arrojó a la vecina, a través de la ventana, un jarrón de vidrio.

-Continúa inventando cosas, mujer, que me vas a volver loca como ella.

-El gato le contesta -dijo nuevamente la vecina, curiosa y asombrada por haber descubierto otra novedad.

-¡No sé cuánto durará esta pesadilla!

-No se angustie; si llega al extremo, se levanta y vuelve con fuerza renovada y si quiere le pide un milagrito a “La Nueva”.

Socorro, fuera de sí, sacó un rifle que tenía detrás de la puerta y tiró al aire; la vecina escapó entre las macetas de malvones y se llevó por delante las matas de verbenas.

-¡No pasa nada! -gritó la dueña de la pensión a los inquilinos que se asomaban por los ventanucos y corrían las persiana-. Vuelvan a las habitaciones, es demasiado tarde.

Volaron ramas y pájaros verdes; una borrasca que venía del océano se aproximaba para dar batalla. Socorro a través de la reja observaba el patio humedecido por la lluvia; ella no se dejaba engañar por las apariencias, el silencio era su mejor arma. En el aire flotaba cierta energía negativa que daba forma a siluetas umbrosas de la mano de Letizia. Eran señales que chocaban con una barrera infranqueable: la vida demasiado padecida.

Letizia se asomó con el gato negro en los brazos y Socorro tuvo que desviar la mirada; le hacían mal esos ojos desorbitados y la presencia humilde y silente de esa mujer que llevaba sobre su cuerpo una especie de atracción sanadora pero al mismo tiempo era un clamor que se volvía hueso, cráneo, nariz, tierra…

Letizia miró a Socorro y le gritó:

-Lucía sal de esa abominable marioneta, regresa a tu belleza, es tarde para mendigar pero vuelve a tu cuerpo efímero porque te amo, hija.

Socorro, al ver que se estaba dirigiendo a ella, huyó y se refugió debajo de la cama. Allí, en la oscuridad, entre cajas de zapatos y revistas, la dueña de la pensión sintió que estaba aturdida por completo. En sus entrañas palpitaba otro ser, ajeno, que quería escapar del horror o quedarse como viejo recurso de ficción. ¿Estaba cómoda en ese esqueleto obeso la tal Lucía que reclamaba derechos y luchaba contra sus propios placeres?

-¡No… y no!

Socorro se revolcó en el polvo que había debajo del camastro y escuchó la voz lejana de Letizia que arrullaba al pequeño gato como si fuera su hijo recién nacido. Dejaba correr la mirada sobre el plano vencido de los tejados de las casas vecinas, escuchaba el rumor de los inquilinos en los patios linderos donde desbordaban las plantas y las tortugas se escondían entre los helechos. El sitio le parecía el paraíso poblado de verdades inconfesables y de secretos demasiado expuestos a la falta de diálogo.



-Eleva la energía del perdón -vociferaba Letizia-. Te arrepentirás de tu esclavitud y aceptarás las diferencias.

Socorro se tapaba los oídos con las manos para no escucharla porque estaba harta de vivir presa de esa palidez de cera que la miraba continuamente y arrastraba, como un imán, sus piernas hacia un lugar que le parecía mortuorio. No dejaba de pensar que Letizia era un sedimento que se desintegraba con un soplo de aire.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La mujer visionaria

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