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El silencioso grito de Manuela (Cap XIV 2da parte)

 



Dónde estaban las salidas a tantos reclamos; ella debía trabajar para complacer a esas almas que dependían de su abrigo de mamá grande que lo sabía todo. Sin embargo, Rocío, Encarnación y Lucía ocupaban sus oraciones que se potenciaban con el aislamiento y la soledad interior que, a veces, la embargaba en las noches de tormenta cuando encendía las velas púrpuras frente a los retratos.

-La borrasca acerca a las almas a sus moradas para que con su cobijo puedan reconocerse -decía alterada por la confusión.

 

 ***

La residencia parecía tener sus formatos reducidos y las imágenes se proyectaban casi deslucidas por los artilugios de la mente. La verdad concreta había llegado a la frontera de lo inverosímil.

Letizia rezaba en su habitación con sus ideas fragmentadas; recordaba el campo de José donde las combinaciones infinitas se presentaban puras y sin montajes, desde los terrenos arados hasta el arrullo de los pájaros en los ramajes cuando se acercaba la noche. Había sentido celos de lo senderos porque se habían llevado el amor de José, pero creía que era lo más auténtico que tenía a la  hora de evaluar lo negativo de los días. Ahora aquello le parecía evanescente e inasible por el simple hecho de hallarse tras la reja de una prisión concebida con su único código: aceptar las reglas impuestas.

Manolo, en cambio, había ultrajado su buen nombre caminando en dirección contraria, con el egoísmo de una persona que esperaba recibir sin haber dado. Sus pensamientos y actitudes  ya tenían explicación; parecían inventos, deshechos de un cerebro mezquino, la ignorancia de alguien que, de repente, se encontraba frente a su historia teñida de imposibilidades y de interrogantes. Manolo era disperso y crítico pero no pretendía más que su propia miseria: escapar de Letizia para caer en brazos de otra persona. La simple tentación de un hombre que buscaba, en esos momentos, allanar la salida de ese estado de tutela.

Letizia, en ese cuarto atiborrado de polvo, pensaba en el exilio; trataba de delinear sus posibilidades para abrir un camino nuevo, sin coherencia y sin memoria. Su cabeza se hallaba a cien años de distancia; ella escuchaba voces desde el más allá con la engañosa sensación de ser un ánima que no necesitaba del espacio terrenal.

Las creencias de Manuela, en cambio, la mantenían viva y con fortaleza pues pensaba que la vida no era sólo nacer y morir sino un eterno camino que empezaba y que nunca llegaría a su final.

-Pobre niña ve el pasado como un mal recuerdo, pero sé que quisiera recuperarlo original y puro, hermoso…

-Los que han partido han engrandecido el futuro pero también han ensuciado su fachada con un dolor permanente -contestó Manuela a Julián que se hallaba recostado en el sillón hamaca con el pelo furioso y blanco.

-La esencia no se pierde.

-Letizia ha enterrado su propia libertad, la resistencia, los errores y las penurias. Ya no tiene alternativas… Nada es igual porque el descanso eterno está arraigado a estas tapias y cimientos con el poder de comunicar que no hace falta derramar más lágrimas o esperar con fe la alegría de un porvenir.



-El dolor siempre es el mismo.

-Cuando la tristeza gobierna la cabeza, te ahorca un lazo que desvía el aire como una cruenta y amenazante embestida.

Letizia escuchaba tras el vidrio esmerilado de su habitación; tenía preparada la valija para partir a otro sitio donde seguramente terminaría quitándose los misterios.

Se amarró al hueco de la pared como si temiera caer en un pozo ciego y se tapó los oídos cuando llegaron sus hijos. Pensó que debía escapar al amanecer para no ser vista por los vecinos a quienes consideraba gente aburrida que se alimentaba de los vicios de los otros.

Letizia, vestida con su uniforme negro, se quedó agazapada detrás de las cortinas y gritó que no quería comer cuando Manuela intentó acercarle un plato con la cena.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Una mujer aferrada a los credos

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