-Deja que vengan a buscarte, vas a
ver cómo me voy a reír de tus sermones de novicia ultrajada por las leyes.
¡Deja de escapar! -volvió a gritar Socorro que ya no sabía si creer que Letizia
era un fantasma o alguna delincuente que huía de la justicia.
En esa hoguera de emociones no
había espacio para recuperar la cordura porque el hilo estaba roto y las almas
habían aprendido a hablar el lenguaje del dolor como héroes anónimos.
La vecina no dejaba de repetir
frases incoherentes que ponían en duda las ideas de la dueña de casa.
-El gato se llama Lucas, Socorro.
-¡Por favor, mujer, por favor!
-La vida es una carrera de
velocidad y de resistencia, llega el más astuto y el más hábil.
-Pues tú eres lerda como mula.
-“
-Ésa es una esquizofrénica o una
para… como dice Manuel, no recuerdo bien la palabra.
-Paranoica, mujer -contestó con
timidez y con absoluto conocimiento del tema.
A Socorro lo único que le importaba
era que Letizia tomara sus valijas y se fuera lo más rápido posible. Le daba
bronca su doble personalidad, esa ternura que se convertía en un gesto
diabólico.
Era tarde y el ambiente caluroso la
obligaba a reducir tensiones y las energías negativas producto del estrés, pero
no podía relajarse porque sus músculos la obligaban a la postración: le dolía
el cuerpo de la cabeza a los pies.
-Es reuma.
-¡No! -volvió a gritar la dueña de
la casa-. ¡Es “
-Ah… sí… si…, se le notan las
ojeras y la cara como si tuviera harina, debería ir al médico.
En el ambiente el equilibrio estaba
quebrado porque el miedo en todas sus formas se encontraba latente; aunque se
tomaran a broma la situación era evidente que se hallaba al borde de la
desesperación, con el temor de que algo iba a ocurrir en cualquier momento.
Esa pesadilla era demasiado irreal
para ser verdad y Socorro parecía un animal furioso a punto de cortar la correa
para saciar su ira.
Dios se ha olvidado de esas vidas a
la deriva. Eulalia, la vecina, se sentó en el patio con el ceño fruncido
después de haberse burlado de sí misma desde que llegó Letizia; el temor a lo
desconocido la hacía reaccionar de esa forma tratando de tomarse con humor las
cosas serias. Sentía la presencia de Socorro en los sonidos domésticos: sus
gritos de gallega porfiada, las pisadas, los suspiros de gorda cuando el verano
la atosigaba y finalmente los rezos: Avemarías, Gloria o Pater Noster. Se
entregó al descanso en cuanto escuchó que Letizia comenzaba a hablar con Lucas
y a invocar a María Santísima.
-Vergüenza debería darle a esas
gentes. Quieren echarnos de la pieza. ¿Por qué? Simplemente debe ser porque yo
no sé quien soy-dijo Letizia mirando a través del encaje de ñandutí de la
puerta vidriada-. Yo no hago hechicerías, no soy monja de clausura, pero sí
pertenezco a una raza inferior; debo tener un origen inmoral.
Socorro sacudía las cortinas
alquitranadas de su cuarto con la vista fija en la puerta de entrada; el
momento se le hacía eterno pero tenía la convicción de que alguien llegaría
para cambiar los destinos. Se lo dijo a Eulalia que estaba preparando mermelada
de lima con las pupilas desconectadas y la cara enroscada por algún pensamiento
poco feliz.
-No esté tan segura, hace mucho tiempo que salió el aviso y nadie la reclamó.
-No seas pesimista, ya vas a ver,
tengo un presentimiento.
Como eco de sus palabras, alguien
llamó a la puerta con golpes de manos. Era un hombre que dio un respingo al ver
la contextura física de la dueña que se adelantó altiva.
Había humo de incensario en el
ambiente. El desconocido miraba a un lado y al otro sin atender los reclamos de
Socorro que lo interrogaba:
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