martes, 4 de abril de 2023

El silencioso grito de Manuela (Cap XIV 3era parte)


-Mañana borraré mi rostro con el arma que otros han puesto entre mis manos -dijo murmurando bajito.

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Al otro día, cuando Manuela golpeó la puerta del cuarto de su hija, ella ya no estaba. El ambiente, petrificado por las telarañas, olía a azufre. La ropa esparcida como al descuido parecía un manto lúgubre que anunciaba un luto cercano. Una escena sin luminarias que mostraba una cavidad ahogada por el pesimismo, el abandono, los secretos y la cobardía.

Manuela la llamó a los gritos por la casa con incertidumbre y ansiedad, pero nadie respondió a los reclamos. Apareció Julián con el pijama aterciopelado, el bastón y las gafas a medio andar.

-¡Viejo, Letizia se ha marchado… Tengo miedo, es una niña!

-¡Es una mujer! -gritó Julián a punto de darle un paro cardíaco.

-Sabes que no está bien de la cabeza y que no puede dialogar ni expresar lo que siente. Vamos, vístete, tenemos que encontrarla.

A la media hora, toda la familia salió en su busca. Recorrieron las plazas y los puentes, los hospitales y las comisarías, pero nadie supo darles una pista. Letizia, quizá, se había borrado el rostro y permanecía oculta entre los ropajes funestos tratando de  resucitar para darle un minuto más a su convalecencia. Ella había sido una persona frágil que no pudo llevar la mayoría de edad con el temple suficiente como para enfrentar las desgracias. Nunca tuvo doble personalidad porque su alma se hallaba al desnudo frente a la impotencia y frente a las únicas posibilidades que el futuro le daba. Siempre quiso salvarse, tratar de esconderse de los minutos que un reloj le mostraba porque sabía que él tenía las armas para gobernar sus pasos.


Letizia, una mujer con credos, tal vez no pudo aferrarse a la fe y sobrevivir con toda la carga de una realidad en blanco y negro.

Julián y Manuela estaban desconsolados pero tenían la esperanza de encontrarla en algún lugar. Dolores y Laura sufrían en silencio pero no sentían la falta porque Letizia siempre había sido una madre ausente. Manuela ocupaba ese lugar con su inmadurez y sus defectos pero le sobraba amor para dar. Siempre lo sintió así y nunca nadie tuvo que decirle lo que tenía que hacer porque ella se dejaba llevar por los sentimientos y por esa perfecta abstracción en la que hasta el miedo y el dolor en ocasiones están ausentes, en la que una persona parece oír y hasta vigilar su propios pasos: el irreparable curso de los días.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Una mujer discípula de los miedos

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