Al otro día, cuando Manuela golpeó
la puerta del cuarto de su hija, ella ya no estaba. El ambiente, petrificado
por las telarañas, olía a azufre. La ropa esparcida como al descuido parecía un
manto lúgubre que anunciaba un luto cercano. Una escena sin luminarias que
mostraba una cavidad ahogada por el pesimismo, el abandono, los secretos y la
cobardía.
Manuela la llamó a los gritos por
la casa con incertidumbre y ansiedad, pero nadie respondió a los reclamos.
Apareció Julián con el pijama aterciopelado, el bastón y las gafas a medio
andar.
-¡Viejo, Letizia se ha marchado…
Tengo miedo, es una niña!
-¡Es una mujer! -gritó Julián a
punto de darle un paro cardíaco.
-Sabes que no está bien de la
cabeza y que no puede dialogar ni expresar lo que siente. Vamos, vístete,
tenemos que encontrarla.
A la media hora, toda la familia salió en su busca. Recorrieron las plazas y los puentes, los hospitales y las comisarías, pero nadie supo darles una pista. Letizia, quizá, se había borrado el rostro y permanecía oculta entre los ropajes funestos tratando de resucitar para darle un minuto más a su convalecencia. Ella había sido una persona frágil que no pudo llevar la mayoría de edad con el temple suficiente como para enfrentar las desgracias. Nunca tuvo doble personalidad porque su alma se hallaba al desnudo frente a la impotencia y frente a las únicas posibilidades que el futuro le daba. Siempre quiso salvarse, tratar de esconderse de los minutos que un reloj le mostraba porque sabía que él tenía las armas para gobernar sus pasos.
Letizia, una mujer con credos, tal
vez no pudo aferrarse a la fe y sobrevivir con toda la carga de una realidad en
blanco y negro.
Julián y Manuela estaban
desconsolados pero tenían la esperanza de encontrarla en algún lugar. Dolores y
Laura sufrían en silencio pero no sentían la falta porque Letizia siempre había
sido una madre ausente. Manuela ocupaba ese lugar con su inmadurez y sus
defectos pero le sobraba amor para dar. Siempre lo sintió así y nunca nadie
tuvo que decirle lo que tenía que hacer porque ella se dejaba llevar por los
sentimientos y por esa perfecta abstracción en la que hasta el miedo y el dolor
en ocasiones están ausentes, en la que una persona parece oír y hasta vigilar
su propios pasos: el irreparable curso de los días.
*
Precioso texto
ResponderEliminarMuchas gracias por leer, lo valoro mucho. No te conozco pero te mando un abrazo.
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