Letizia había llorado días enteros
en la pieza. Cuando abría la ventana sólo escuchaba los gritos de los
pensionistas; después recorría las galerías con sus zapatos de paño de vicuña
hacia la cocina para buscar restos de comida. Ella moría en sus sueños
funerarios, bajo la lluvia, junto a las tumbas de niños, en los brazos de una
madre infantil que le reprochaba cada uno de sus actos. No podía distinguir el
pasado del presente pero su deseo de emerger se esfumaba cuando trataba de
recordar su nombre. Un día más era uno menos que la alejaba de la vida para
entrar en otro estado. Había oscuridad en los rincones de su cuerpo, en cada
hueso, en la sangre débil y enfermiza. Se amarraba a la cortina para sostenerse
como tomándose de unas matas espinosas en esa caverna que le parecía su único
lugar posible. No quería escapar porque no sabía el porqué, tampoco deseaba
tanto quedarse porque el desprecio de la dueña le cercenaba las vísceras. Sin
embargo, algo la contenía, por el momento, en esa telaraña álgida que trataba
de enredarla con una indagatoria de frases revueltas.
Había alboroto en la entrada de la pensión Los Girasoles. Eulalia había dejado que se le quemara el dulce de lima para correr hacia la puerta con el delantal enroscado entre las piernas. La casa parecía estar de carnaval y todos, malhumorados, curiosos o enfurecidos, no dejaban de mirar al hombre que se hallaba esperando respuestas a las preguntas que todavía la dueña no le había permitido pronunciar por haber llegado intempestivamente.
Había alboroto en la entrada de la pensión Los Girasoles. Eulalia había dejado que se le quemara el dulce de lima para correr hacia la puerta con el delantal enroscado entre las piernas. La casa parecía estar de carnaval y todos, malhumorados, curiosos o enfurecidos, no dejaban de mirar al hombre que se hallaba esperando respuestas a las preguntas que todavía la dueña no le había permitido pronunciar por haber llegado intempestivamente.
Cuando ese desconocido consideró
que era cuestión de segundos ganarse la simpatía de la gente, ellos ya estaban
ofreciéndole comida y bebida.
-Nada, mujer, vengo en busca de
unos datos.
Socorro con la blusa escotada lucía
sus dotes de campesina y sus brazos flácidos y regordetes; le preguntó:
-¿Puedo saber quién es y a quién
quiere encontrar?
-Me llamo Manolo Fuentes y estoy
convencido de que aquí vive un ángel con sombrero de fieltro.
Socorro se desvaneció y cayó como
bolsa de papas en el piso hueco.
*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
En busca de la dama...
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