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El silencioso grito de Manuela (Cap XVIII 1era parte)

 

Lejos, se escuchaba el llanto de un niño. Manolo sintió un latido punzante en el corazón porque no se trataba de una criatura sino de un gato. Era un gemido de desconfianza y de abandono. Así aullaba la gata Máxima cuando alguien fallecía en la casa vieja.

Letizia se asomó por la puerta del cuarto vestida de oscuro como siempre, con los hombros vencidos y la aspereza en su mirada. Manolo, al verla, se impresionó mucho porque no quedaba nada de la mujer seductora que él había conocido. Paseó la vista por los inquilinos que, inmóviles, lo observaban con temor a mostrar el aturdimiento.

Ella se veía maternal a pesar de su aspecto pero tremendamente distante; por momentos, parecía una religiosa abandonada al silencio de las abadías y por otros una hechicera, tal vez, un ser aberrante que oficiaba misas negras en una ermita o bajo los montes. Estaba tan enojada con Dios que podía dominar al diablo con poderes sobrenaturales.

-Que el señor os guarde -dijo, y Manolo dio un paso atrás con deseos de escapar de ese lugar centenario para morir en algún lodazal.

Socorro ya restablecida salió a su encuentro.

-Llévesela, está loca, no la queremos acá…

Manolo no respondía; la noche se acercaba… Sonrió dejando de lado todo formalismo. Avanzó sin hacer ruido entre las plantas cactáceas hacia Letizia. Ella lo miraba pero no lo conocía; a la luz de la vela de cebo, bajo el alero, sintió su perfume. Era incapaz de hablar porque no se acordaba de él y Manolo, con las manos temblorosas, sólo le tenía miedo a esa mujer diferente que lo inquietaba; parecía pérfida pero tranquila.

-¿Cómo está mi madre? -le preguntó.

            Manolo, en medio de la crudeza de la noche, sintió que lo apuñalaban por la espalda. Por primera vez después de tanto tiempo, ella lo abrazó y se quedaron  por unos minutos sin decir nada.   Luego se   alejaron  para mirarse a los  ojos;   Letizia comenzó a llorar y él no se atrevió a tocarla pues era muy grande su desconcierto.

Pasaron unos instantes, ella murmuró cosas incoherentes, frases entrecortadas, hasta que se sentó en la banqueta con las manos en forma de cruz sobre el pecho y dijo:

-Le prepararé una pócima para mañana.

-Letizia, escucha, no me conoces…

-Eres un creyente fiel que ha venido por un bálsamo; tu rostro se ve malsano o es usted extranjero.


-Por el amor de Dios soy Manolo. Ya sé que me odias pero tenemos a nuestro hijo Antonio.

-¿Antonio? -dijo ella con cierta ironía-. ¡Odio sí la falsedad de las personas ricas, aturdidas por consejos de beatas y anatemas de sacerdotes bien educados con el sexo amordazado por las leyes divinas! ¡Yo no tengo hijos!

Manolo, completamente amargado, tenía la sensación de encontrarse en un reducto donde la demencia pertenecía a una raza común y corriente.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Entre los girasoles...

El silencioso grito de Manuela (Cap XVII 4ta parte)

 

Letizia había llorado días enteros en la pieza. Cuando abría la ventana sólo escuchaba los gritos de los pensionistas; después recorría las galerías con sus zapatos de paño de vicuña hacia la cocina para buscar restos de comida. Ella moría en sus sueños funerarios, bajo la lluvia, junto a las tumbas de niños, en los brazos de una madre infantil que le reprochaba cada uno de sus actos. No podía distinguir el pasado del presente pero su deseo de emerger se esfumaba cuando trataba de recordar su nombre. Un día más era uno menos que la alejaba de la vida para entrar en otro estado. Había oscuridad en los rincones de su cuerpo, en cada hueso, en la sangre débil y enfermiza. Se amarraba a la cortina para sostenerse como tomándose de unas matas espinosas en esa caverna que le parecía su único lugar posible. No quería escapar porque no sabía el porqué, tampoco deseaba tanto quedarse porque el desprecio de la dueña le cercenaba las vísceras. Sin embargo, algo la contenía, por el momento, en esa telaraña álgida que trataba de enredarla con una indagatoria de frases revueltas.
Había alboroto en la entrada de la pensión Los Girasoles. Eulalia había dejado que se le quemara el dulce de lima para correr hacia la puerta con el delantal enroscado entre las piernas. La casa parecía estar de carnaval y todos, malhumorados, curiosos o enfurecidos, no dejaban de mirar al hombre que se hallaba esperando respuestas a las preguntas que todavía la dueña no le había permitido pronunciar por haber llegado intempestivamente.


Cuando ese desconocido consideró que era cuestión de segundos ganarse la simpatía de la gente, ellos ya estaban ofreciéndole comida y bebida.

-Nada, mujer, vengo en busca de unos datos.

Socorro con la blusa escotada lucía sus dotes de campesina y sus brazos flácidos y regordetes; le preguntó:

-¿Puedo saber quién es y a quién quiere encontrar?

-Me llamo Manolo Fuentes y estoy convencido de que aquí vive un ángel con sombrero de fieltro.

Socorro se desvaneció y cayó como bolsa de papas en el piso hueco.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
En busca de la dama...

El silencioso grito de Manuela (Cap XVII 3era parte)

 


-Deja que vengan a buscarte, vas a ver cómo me voy a reír de tus sermones de novicia ultrajada por las leyes. ¡Deja de escapar! -volvió a gritar Socorro que ya no sabía si creer que Letizia era un fantasma o alguna delincuente que huía de la justicia.

En esa hoguera de emociones no había espacio para recuperar la cordura porque el hilo estaba roto y las almas habían aprendido a hablar el lenguaje del dolor como héroes anónimos.

La vecina no dejaba de repetir frases incoherentes que ponían en duda las ideas de la dueña de casa.

-El gato se llama Lucas, Socorro.

-¡Por favor, mujer, por favor!

-La vida es una carrera de velocidad y de resistencia, llega el más astuto y el más hábil.

-Pues tú eres lerda como mula.

-“La Nueva” es la viva -dijo la vecina con el loco disfrute en sus ojos de vidrio.

-Ésa es una esquizofrénica o una para… como dice Manuel, no recuerdo bien la palabra.

-Paranoica, mujer -contestó con timidez y con absoluto conocimiento del tema.

A Socorro lo único que le importaba era que Letizia tomara sus valijas y se fuera lo más rápido posible. Le daba bronca su doble personalidad, esa ternura que se convertía en un gesto diabólico.

Era tarde y el ambiente caluroso la obligaba a reducir tensiones y las energías negativas producto del estrés, pero no podía relajarse porque sus músculos la obligaban a la postración: le dolía el cuerpo de la cabeza a los pies.

-Es reuma.

-¡No! -volvió a gritar la dueña de la casa-. ¡Es “La Nueva” que si no se va me va a matar!

-Ah… sí… si…, se le notan las ojeras y la cara como si tuviera harina, debería ir al médico.

En el ambiente el equilibrio estaba quebrado porque el miedo en todas sus formas se encontraba latente; aunque se tomaran a broma la situación era evidente que se hallaba al borde de la desesperación, con el temor de que algo iba a ocurrir en cualquier momento.

Esa pesadilla era demasiado irreal para ser verdad y Socorro parecía un animal furioso a punto de cortar la correa para saciar su ira.

Dios se ha olvidado de esas vidas a la deriva. Eulalia, la vecina, se sentó en el patio con el ceño fruncido después de haberse burlado de sí misma desde que llegó Letizia; el temor a lo desconocido la hacía reaccionar de esa forma tratando de tomarse con humor las cosas serias. Sentía la presencia de Socorro en los sonidos domésticos: sus gritos de gallega porfiada, las pisadas, los suspiros de gorda cuando el verano la atosigaba y finalmente los rezos: Avemarías, Gloria o Pater Noster. Se entregó al descanso en cuanto escuchó que Letizia comenzaba a hablar con Lucas y a invocar a María Santísima.

-Vergüenza debería darle a esas gentes. Quieren echarnos de la pieza. ¿Por qué? Simplemente debe ser porque yo no sé quien soy-dijo Letizia mirando a través del encaje de ñandutí de la puerta vidriada-. Yo no hago hechicerías, no soy monja de clausura, pero sí pertenezco a una raza inferior; debo tener un origen inmoral.

Socorro sacudía las cortinas alquitranadas de su cuarto con la vista fija en la puerta de entrada; el momento se le hacía eterno pero tenía la convicción de que alguien llegaría para cambiar los destinos. Se lo dijo a Eulalia que estaba preparando mermelada de lima con las pupilas desconectadas y la cara enroscada por algún pensamiento poco feliz.

-No esté tan segura, hace mucho tiempo que salió el aviso y nadie la reclamó.



-No seas pesimista, ya vas a ver, tengo un presentimiento.

Como eco de sus palabras, alguien llamó a la puerta con golpes de manos. Era un hombre que dio un respingo al ver la contextura física de la dueña que se adelantó altiva.

Había humo de incensario en el ambiente. El desconocido miraba a un lado y al otro sin atender los reclamos de Socorro que lo interrogaba:

-¿Busca a alguien? -le preguntó con una ansiedad que la devoraba.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Salvarla para salvarme...

El silencioso grito de Manuela (Cap XVII 2da parte)

 


-“La Nueva” le habla al gato, Socorro.

-Déjame, vete con tus chismes.

-No es mentira, señora, y el gato sabe qué le contesta.

Socorro le arrojó a la vecina, a través de la ventana, un jarrón de vidrio.

-Continúa inventando cosas, mujer, que me vas a volver loca como ella.

-El gato le contesta -dijo nuevamente la vecina, curiosa y asombrada por haber descubierto otra novedad.

-¡No sé cuánto durará esta pesadilla!

-No se angustie; si llega al extremo, se levanta y vuelve con fuerza renovada y si quiere le pide un milagrito a “La Nueva”.

Socorro, fuera de sí, sacó un rifle que tenía detrás de la puerta y tiró al aire; la vecina escapó entre las macetas de malvones y se llevó por delante las matas de verbenas.

-¡No pasa nada! -gritó la dueña de la pensión a los inquilinos que se asomaban por los ventanucos y corrían las persiana-. Vuelvan a las habitaciones, es demasiado tarde.

Volaron ramas y pájaros verdes; una borrasca que venía del océano se aproximaba para dar batalla. Socorro a través de la reja observaba el patio humedecido por la lluvia; ella no se dejaba engañar por las apariencias, el silencio era su mejor arma. En el aire flotaba cierta energía negativa que daba forma a siluetas umbrosas de la mano de Letizia. Eran señales que chocaban con una barrera infranqueable: la vida demasiado padecida.

Letizia se asomó con el gato negro en los brazos y Socorro tuvo que desviar la mirada; le hacían mal esos ojos desorbitados y la presencia humilde y silente de esa mujer que llevaba sobre su cuerpo una especie de atracción sanadora pero al mismo tiempo era un clamor que se volvía hueso, cráneo, nariz, tierra…

Letizia miró a Socorro y le gritó:

-Lucía sal de esa abominable marioneta, regresa a tu belleza, es tarde para mendigar pero vuelve a tu cuerpo efímero porque te amo, hija.

Socorro, al ver que se estaba dirigiendo a ella, huyó y se refugió debajo de la cama. Allí, en la oscuridad, entre cajas de zapatos y revistas, la dueña de la pensión sintió que estaba aturdida por completo. En sus entrañas palpitaba otro ser, ajeno, que quería escapar del horror o quedarse como viejo recurso de ficción. ¿Estaba cómoda en ese esqueleto obeso la tal Lucía que reclamaba derechos y luchaba contra sus propios placeres?

-¡No… y no!

Socorro se revolcó en el polvo que había debajo del camastro y escuchó la voz lejana de Letizia que arrullaba al pequeño gato como si fuera su hijo recién nacido. Dejaba correr la mirada sobre el plano vencido de los tejados de las casas vecinas, escuchaba el rumor de los inquilinos en los patios linderos donde desbordaban las plantas y las tortugas se escondían entre los helechos. El sitio le parecía el paraíso poblado de verdades inconfesables y de secretos demasiado expuestos a la falta de diálogo.



-Eleva la energía del perdón -vociferaba Letizia-. Te arrepentirás de tu esclavitud y aceptarás las diferencias.

Socorro se tapaba los oídos con las manos para no escucharla porque estaba harta de vivir presa de esa palidez de cera que la miraba continuamente y arrastraba, como un imán, sus piernas hacia un lugar que le parecía mortuorio. No dejaba de pensar que Letizia era un sedimento que se desintegraba con un soplo de aire.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La mujer visionaria

El silencioso grito de Manuela (Cap XVII 1era parte)

 

Letizia, en la pensión, vagaba entre las horas sin ansiedad ni dudas. Miraba los fresnos de la avenida como algo impalpable; eran columnas que se desvanecían en el cielo. Ella solía recorrer las veredas; ya no la sorprendía un grito inesperado, el llanto de un niño, alguna balada que se escuchaba de un ventanal abierto, porque Letizia estaba dormida en el fondo de su espíritu surrealista.

-Hola Socorro -le dijo suavemente a la pensionista que se hallaba en la puerta tomando el aire del mar.

-Qué te traes…-le contestó la mujer un tanto molesta por los misterios, pero sabía que pronto se terminaría el enigma del ánima porque era ella la que había puesto el aviso que, reiteradas veces, transmitía la televisión. Evidentemente Letizia no sabía nada, de lo contrario hubiese escapado de allí para hundirse en algún páramo.


-No entiendo qué quiere decir.

-¡Basta! Confiesa, todo sería más fácil. Necesito saber de dónde vienes, cómo te llamas, por qué actúas de ese modo…

Letizia, perturbada por el infierno de esas palabras, escapó a su cuarto y con hosco desenfado desarmó la cama y se acostó como si lo hiciera sobre un colchón de clavos. Sus ojos se cerraron para copiar las imágenes; sintió un beso en su mejilla y se confundió por un instante, todo su cuerpo se estremeció ante los temblores discordes y sucesivos. Parecía poseída por alguna siniestra oleada de sensaciones que golpeaban vanamente las paredes altas de la casa.

Letizia no podía emerger de ese colchón de clavos porque se hallaba aprisionada por ese beso que la retenía con su doloroso murmullo de fantasma.

-Lucía -dijo dulcemente.

¿Sabía de quién estaba hablando? ¿Se hallaba a punto de abandonar un terreno árido o podía volver a nacer? Era evidente, que tenía dificultades para asociar nombres y apellidos al contenido de un pasado que ignoraba casi en su totalidad.

En la pared, había un cartón con la imagen de lo que parecía ser una Virgen, seguramente colocada allí por Socorro.

-Mare de Déu de Núria, patrona de la fertilidad -leyó Letizia.

Ella no sabía qué quería decir la palabra fertilidad.¡Qué ironía de la vida! Ese mensaje podía ayudarla a recomponer su pasado.

-La Virgen tiene un niño sentado sobre su rodilla izquierda. Lleva las manos levantadas en señal de bendición; los dos están vestidos con manto y túnica -descubrió Letizia lo que estaba viendo. Trataba de buscarle un sentido; la necesidad imperiosa de encontrar un orden a sus conocimientos capaces de exceder los límites de su orfandad. Lo que sí creía saber era que no había concebido hijos y eso la torturaba muchísimo porque pensaba que si los hubiera tenido no se hallaría en esas condiciones.

El gato la miró con ojos hambrientos y ella lo acarició con ternura de madre.



-Tú no eres como la gata Máxima que recogía grillos por las noches y los traía a la sala para jugar, y cuando estaban inertes los abandonaba por los más insólitos lugares. Eres un buen chico, fiel, que me quiere más allá de mi locura.

Letizia hubiera desconcertado al médico más inminente porque sus comentarios parecían escapados de algún film de terror. ¿Estaba loca realmente o fingía? Esas preguntas retóricas se las formulaba, sola en la habitación, Socorro que estaba harta de soportar a esa desconocida. En el fondo, la complacía el hecho de que en cualquier momento alguien vendría a buscarla.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
¡Busquen a mi hija!

El silencioso grito de Manuela (Cap XVI 4ta parte)

 


Ellos la observaban como si fuera una octogenaria extraviada, pero en el fondo sabían que siempre había pensado igual a pesar de encerrarse en un asilo adulterado por las farsas.

Frente a ese televisor que mostraba imágenes monocromáticas, Manuela pasaba las jornadas que se tornaban eternas en la soledad. Casi no escuchaba lo que decían los actores o los periodistas de los programas porque hablaba a la par de ellos como si estuviera dialogando.

-Se necesita saber la identidad de una mujer que viste de negro permanentemente, lleva un sombrero de fieltro de alas anchas y dice hacer milagros…  -comunicó el aparato a las 15:30 horas.

-Sí debe ser alguien iluminado por el Santísimo que…

-La mujer -continuó el comunicado-, ama los gatos, es muy rara y casi no habla. La gente de la pensión "Los Girasoles" está preocupada porque presumen que podría ser una persona prófuga. Desde ya cualquier noticia se lo agradeceremos…

-Dios ilumina a aquellos predestinados a los cultos. No busquen a su familia porque seguro que es huérfana y lleva la paz en su alma para los que la necesitan y… -Manuela se detuvo alertada por el anuncio y su cara se transfiguró a tal punto que su palidez parecía la antesala de una muerte súbita -.¡Letizia! -gritó-. ¡El sombrero, la ropa, los gatos…! Ahí en el televisor.¿Cuál era la dirección? ¡Malditos!

La casa no la escuchaba; los cuartos  abrían a una galería de bancos de piedra y el olor a océano agitaba su furia entre los nombres ilustres de los antepasados.

-¿Habla español la desconocida? -preguntaba Manuela-. Ya ve usted es bien educada. Ella es un cuerpo sin alma que vive en un convento.

Manuela quería vociferar como todo el pueblo de España pero su fiebre cerebral se lo impedía, es que aquella noticia la había despertado de su invalidez para echarla a andar tras los pasos de su amada Letizia.

-La noche está rigurosa pero me queda poco tiempo. Las distancias se acortan… Podré respirar la atmósfera balsámica y acercarme a algún pájaro negro.

De repente, entró Manolo que traía a Antonio a ver a sus hermanas pues el niño, al ser todavía muy pequeño, pasaba largas jornadas con su padre. Es que en la casa de Manuela ya no existía nadie con capacidad para cuidarlo.

-¿Qué tiene, mujer?

-El aparato, Letizia…-gritaba Manuela totalmente descontrolada.

-Letizia está muerta, abuela.

-¡Abuela! ¡No soy tu abuela! Calla bestia, tú la mataste, hombre poseído. Si nunca hiciste nada por ella ahora es tu turno, demuéstrame…

Manolo, desganado, trataba de controlar los nervios; la miraba como quien ve a un loco en su guarida a punto de ser atrapado.

 “Esta mujer tendría que suicidarse”, pensó como si Manuela fuera un animal a quien hay que sacrificar. A Manolo, demasiado excéntrico, ya no le importaba esa familia porque él había roto los lazos al formar otra pareja.

Se sentó a la mesa a comer un strudel de espinacas que encontró en la heladera mientras Antonio, sentado en el piso, probaba la mouse de lima con frutillas que había preparado Dolores antes de irse a la facultad.

Manuela no existía para ellos y todo lo que pudiera decir no tenía asidero. Encendieron el televisor para ver una película pero en medio de tanto descreimiento escucharon:

-Se necesita saber la identidad…

-¡Ahí! -gritaba Manuela.

-¡Por qué no se calla de una vez!

Manolo, aturdido, reconoció que Manuela decía la verdad, una realidad que a él no le cambiaba la vida pero sí a su hijo. Se acercó a la anciana y trató de calmarla.

-¡No me pongas las manos encima!

-Tranquilícese, señora, buscaremos a su hija y la pondremos a salvo, la traeremos a casa para que esté segura, se lo juro.

-¡No jures porque ofendes a quien te escucha y te encierras en tu propia trampa!

-No confía en mí todavía después de tantos años.

-Tratas de enredarme, ¿verdad? Quieres endiosarte para que no pueda renegar de tu cobardía pero cometes errores todo el tiempo. Vanidoso, copetudo, no te sirven de nada tus lisonjas porque puedes agriarle la vida a alguien con solo abrir la boca. ¡Busca a Letizia que estoy desesperada! No escapes de las responsabilidades como los que viven de juergas porque nunca te vas a levantar.



-Manuela, señora, usted es una dama y yo la aprecio; sus palabras ya no me ofenden porque, aunque no lo parezca, tengo códigos.

-Me calmaré cuando vea a mi hija sana y salva -dijo Manuela con el pelo enmarañado, los huesos doloridos por el reumatismo y la fiebre senil que no la dejaba razonar con claridad.

-Yo le prometí que me ocuparía de ella y lo haré porque aunque haya perdido la razón alguien tiene que hacerse cargo de ese cuerpo. ¿No le parece?

-¡Botarate! -respondió Manuela con ganas de darle una bofetada a ese hombre necio que parecía distante por momentos y preocupado por otros.

Manolo no sabía lo que quería, pero algo lo ataba a la intransigencia de Manuela.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La mujer-niña

El silencioso grito de Manuela (Cap XVI 3era parte)

 


Sus principios religiosos le decían que debía hallar paz en las oraciones y esperar el paraíso para reencontrarse con los seres que ya no estaban, un simple consuelo que en ese momento no le servía para nada.

-La quietud es la mortaja del condenado. Siempre ha sido más poderosa que mi alegría pero hoy, a los ochenta años, debo dejar el letargo para dar el último paso -dijo como si hablara con alguien, pero nadie la escuchaba porque sus ideas parecían fuera de contexto.

La vejez y sus dolencias le daban a sus monólogos un matiz poco creíble, aun así todos reconocían que Manuela siempre se había expresado de manera ambigua y desordenada. Los nietos la amaban pero la miraban con recelo como si estuviera con un pie en la otra vida.

-Mamá -dijo, de repente, Manuela en voz baja.

-¿La ves a tu madre? -preguntó Damián con ansias de saber los misterios del umbral de la muerte.

-¡No! -gritó bastante enojada con ese grupo de ineptos a quienes consideraba poco lúcidos-. Una paloma blanca -volvió a exclamar y todos se quedaron helados porque sabían que estaban frente al Espíritu Santo-. ¡La sociedad es demasiado hipócrita! -volvió a decir y otra vez se quedaron desconcertados.

Las imágenes de la realidad descubrían un núcleo original que desdibujaba las apariencias de las otras realidades: las de los demás. La familia de Manuela era atípica desde tiempos pretéritos, como si llevara sobre sí el peso de los cuerpos y de las miradas. La ley cotidiana de la casa se entendía de antemano y tenía su propio código: el miedo.

Manuela, desde sus inseguridades, era el contrapunto silente que no daba tregua a su ilimitado juego de las escondidas. Ella no sabía lo que era el egoísmo porque siempre pensaba en los demás más que en sí misma; su objetivo era dar sin esperar recibir. Sus padres la habían educado bajo normas estrictas de exigencia: lista, perfecta, estudiosa, prolija, buena… decente. Es por eso que en ese territorio indomable y hasta el final de sus días, Manuela viviría para los otros porque si así no lo hacía la culpa no la dejaría en paz. Hoy su prioridad era encontrar el cuerpo inerte de Letizia para esconderlo en el mausoleo de Lucía y de Rocío, a la vista de la gente, como un reproche al destino. “Allí están las pruebas”, seguramente diría frente a los incrédulos que se impresionaban al ver los ataúdes descubiertos. Esa era una manera de mostrar lo que debía ocultarse para que los demás pudieran comprobar que la muerte es una cachetada que te dice: “luego te tocará a ti…”

Manuela, predicadora de la solidaridad, estaba por comenzar un nuevo desafío contra las injusticias y las carencias, con las pocas responsabilidades que siempre tuvo y su llanto vergonzante. Sentía el deterioro de los huesos, la memoria endeble y las piernas frágiles pero no estaba muerta todavía. El peligro latente la convertía en un ser frío por fuera a quien le resbalaban los espacios intermedios, o negro o blanco, siempre víctima en complicidad con su Iglesia.

Tras los cortinados veía pasar los días como los longevos deprimidos, sólo que Manuela esperaba y parecía no tener prisa. Ella quería escribir su destino, un sendero tangible, manchado de tinta de tanto recorrer las páginas, pero sentía que alguien superior la situaba en un lugar de la superficie y que podía deportarla en cualquier momento.

-Se usa el nombre de Dios de forma equivocada -solía decir sin titubeos frente a algunos hipócritas que asistían a las misas para limpiar las culpas.

Manuela entre los psicofármacos y la adicción a las gemas y las tisanas, se había convertido en una mujer autista que sólo miraba con los ojos increíblemente aterradores. Quería escapar a la calle para buscar al único motivo que la mantenía con vida. Desde la muerte de Julián se había recluido más en su casona atiborrada de humedad, donde asomaban los ladrillos centenarios. Nadie la limpiaba ni tampoco acomodaban el desorden: plantas sobre la mesa, tazas esparcidas por los muebles con caramelos dentro, restos de comida, edulcorantes y el televisor prendido de día y de noche…



Los nietos volvían muy tarde de sus salidas después de asistir a la facultad y Manuela se quedaba sola porque no quería que ninguna persona se ocupara de ella. Era una mujer complicada que no soportaba que nadie le diera un consejo, tampoco reconocía los errores que cometía y no pedía perdón nunca.

-Me hacen la vida difícil. Se murieron mis seres más queridos y ahora ustedes me maltratan -le respondía a los nietos cuando ellos decían que no durmiera tanto, que no tomara demasiado té de manzanilla o que se pusiera las medias cuando hacía mucho frío. ¡Nunca me vuelvan a ordenar lo que debo hacer!

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Con los años, ya no tenía miedo...

El silencioso grito de Manuela (Cap XVI 2da parte)

 


Los nietos se miraron absortos porque les parecía que Manuela divagaba y que la alegría de verla bien era solamente un sueño. Era cierto que siempre había expresado sus opiniones de una manera extraña, a veces incoherente otras muy frontal, pero el tintineo de sus dientes y el temblor del cuerpo demostraban que algo andaba mal.

-¡Ya no tengo pánico! ¡Qué más puede pasarme! ¡Quiero encontrar a Letizia así esté muerta!-gritó llorando.

-El mundo es inagotable, ¿por dónde vas a empezar?

-No sé -contestó Manuela perdiendo de nuevo la confianza -Nadie sabe qué ocurrirá en el próximo minuto pero es difícil emprender un camino cuando hay tanta fragilidad y desamparo.

Manuela nunca había tenido coraje para enfrentar al resto de la sociedad pero ahora, por una inexplicable razón, necesitaba salir a dar guerra aunque fuera una anciana castigada por el infortunio.

-Letizia tal vez es un susurro o vela las estrellas, descansa igual que un caracol entre las algas como Encarna o ha regresado al cieno. La veo lejana, marchita y callada.

-Bueno, ve a tu habitación y duerme que nosotros la buscaremos -dijo Laura al escuchar a Manuela repetir las mismas palabras ardientes y confusas.

-La abuela siempre se expresa de ese modo, ni ella misma entiende pero sabe, es muy inteligente -contestó Damián; trataba de justificar los pensamientos de Manuela que para él seguían siendo absurdos.

Era imposible leer las ideas de cada uno sin olvidar que se habían educado en un entorno donde todo se limitaba a esperar, donde rondaban los espacios contenidos y los mensajes indescifrables. Demasiada memoria, roces y temores que todo resultaba ácido y sin respuestas. No existía la esperanza a pesar de la juventud y de los días venideros.

-Un buen guerrero es aquel que se sobrepone a las derrotas.

-Pues entonces no abandonaremos las armas y comenzaremos la investigación.

Manuela, en su lecho de anciana que parecía sorda, escuchaba lo que decían en la sala y sonreía… Sabía que el dolor brotaba de la tierra pero creía que todavía no estaba escrita la primera hoja de su último capítulo.

-El final deformó tu discurso, pero yo lo entendí -le dijo Manuela al retrato de Julián.



Toda una vida en continuo diálogo con las fotografías, la magia y la verdad a flor de piel. Manuela era una mujer que no se entregaba a los años ni se abandonaba a dormir como los felinos viejos. La muerte de Julián, sin querer, le había dado algo de fuerza a pesar de su ausencia; sentía que se había quedado sin espalda y a la intemperie frente a los peligros más atroces. Si antes, cuando vivía su esposo, tenía miedo ahora el terror, por lógica, debería haber sido mayor y paralizarla por completo; sin embargo, ella, casi un infante, quería salir en busca de una verdad, quizá, muy cruenta: la muerte que podía enfrentar pero que no aceptaba por más que fuera la más devota de las creyentes.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela.
Una madre que no se rinde...

El silencioso grito de Manuela (Cap XVI 1era parte)

 


       El sol penetraba por los ventanales de la casona. Manuela había instalado en la sala su altar de rosas, claveles y tulipanes: una cesta llena de pétalos, hierbas y té de manzanilla. En la cocina, una olla de barro despedía un aroma fuerte de alcauciles.

Julián estaba muy enfermo, con los noventa años y sus pocas ganas de vivir se iban las últimas esperanzas de Manuela de perder definitivamente el miedo a lo desconocido.


-Me parece que ayer era chico y ya me tengo que morir.

-A ti te esperan las décadas nuevas, viejito.

Julián quería reencontrarse con Letizia en el más allá porque su ausencia lo había mutilado. La verdadera lucha era resignarse a esa soledad que le quitaba la alegría de una manera radical.

Manuela recorría la galería sacudiendo el polvo de los retratos. Se parecía a la ceniza que venía desde las entrañas de la tierra donde se estaban desdibujando los huesos de sus seres amados. Le parecía ver en el patio arcilloso a las niñas juntando caracoles; las veía vivas y asustadas por los arañazos de los gatos, después la existencia temporal le devolvía la imagen de su presente. Ella no sabía que Letizia estaba anclada en aquella pensión porque la enfermedad del esposo no le había permitido salir a buscar el cuerpo. Creía ser una mujer sometida, muy joven todavía, incapaz de tomar decisiones o de enfrentar nuevamente la partida, esta vez la de su compañero: el padre de sus hijas.

Lo miró desde la puerta del cuarto con el pelo desarreglado y vio en ese rostro las leyes matemáticas, su oratoria, el abrazo poderoso… Ella ya estaba velando sus restos porque la respiración honda de Julián le decía que faltaba poco tiempo.

-Letizia lleva un sombrero de fieltro con alas anchas -alcanzó a decir antes de despedirse-. Debe estar cerca…

Manuela tembló como si tuviera fiebre y corrió a su cama a refugiarse entre las sábanas. Una semana permaneció durmiendo entre sus delirios; los nietos tuvieron que ocuparse del sepelio de Julián porque ella no reaccionó en ningún momento.

Un mes después, aferrada al travesaño de la escalera, trataba de dar los primeros pasos como una niña que recién empieza a caminar, es que Manuela jamás había abandonado la infancia. Las voces de Dolores y Laura alteraban sus pensamientos pero ella casi no las escuchaba, solamente miraba el movimiento de los labios sin comprender el léxico. Se sentía decrépita, sin ningún derecho a vivir aunque Dios le diera la oportunidad de seguir luchando para sostenerse en pie.

-Abuela dinos algo. Te amamos y nos da dolor verte así, piensa que eres lo único que nos queda.

El semblante de Manuela recorrió las miradas expectantes, las paredes y sus arabescos, el retrato de Rocío…

-Los relojes deben estar en hora para empezar a buscar. Tengo suficiente valor todavía aunque parezca un espectro -dijo Manuela en voz baja.

La familia abrazó a la anciana octogenaria al escuchar esas palabras porque, aunque parecían absurdas, demostraban que todavía le quedaba energía para expresar sus locas ideas.



-Quieres agua, un té, algo de comer.

-Necesito levantar una torre, pero antes tengo una misión.

-Dinos que te ayudaremos.

-Letizia lleva un sombrero de alas anchas y…

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La mujer que quería vivir un poco

El silencioso grito de Manuela (Cap XV 4ta parte)

 


           -Estoy buscando -dijo Letizia tratando de reconocer el lenguaje.

-¿Quieres encontrar a tu familia?

-¡No!  Estoy buscando el equilibrio entre sensibilidad y razón.

-Pues es bastante difícil -contestó Socorro que entendía muy poco de los pensamientos filosóficos.

De repente, se escuchó un estrépito de viejas maderas. Letizia corrió a esconderse y Socorro fue hacia la puerta, pero no había nadie. El ambiente, transfigurado por un humo casi invisible, calcinaba la piel. La dueña de la pensión miró hacia la calle: las casas destruidas por la humedad, los techos de chapa perforados por el óxido, los almendros entre los matorrales del baldío y de pronto, en su cabeza, el rostro pálido y óseo de Letizia.

Desde que ella había llegado ocurrían cosas raras: las begonias secas, el jazminero devorado por las hormigas, la muchedumbre de desesperados por conocerla cuando Letizia sólo les tenía miedo. Todo parecía ser una pesadilla que no tenía explicación racional.

Socorro tendría que hacer algo porque ese vaho adormecedor le traía pesadillas, incertidumbre y confusión. No estaba acostumbrada al caos alimentado por los misterios que no podía descifrar. Ella era una mujer simple que de joven trabajó de lavandera con las limitaciones de una vida pobre.

-Buenas, mujer, le traigo estas hostias -le dijo una voz que alteró su aparente tranquilidad.

-Nadie pidió nada, vete que no estoy para majaderías.

-Una señora vestida con un traje de paño y un sombrero de fieltro hundido hasta la nariz me las pidió y yo obedezco…

-¡Vete! -le gritó la dueña de la pensión a punto de darle un infarto.

Socorro frunció el ceño frente al muchacho que luego salió corriendo despavorido; ella comenzó a pasearse por la galería arrojando al piso las hostias. ¡Qué extraño era todo! ¡Qué espantosa era la realidad de esa desconocida!  Sintió lástima y enojo por la conducta de Letizia.

-Ni yo misma la entiendo -dijo-. Estoy frente al semblante de alguien que, tal vez, no existe; hay peligro en sus pasionales adoraciones. ¿El miedo de perderlas o de conservarlas?

A Socorro algo la sublevaba pero le gustaban los secretos. Letizia le había entregado parte de su alma, pero la sangre ya había abandonado su máscara de yeso y eso le daba un aspecto de dama amarillenta pintada por Leonardo.

Socorro se acercó a la puerta del cuarto y vio a Letizia mirarse en el espejo frente a un tocador de plata estilo Luis XV; ella era una persona adinerada, pero sus movimientos serviles la descolocaban por completo.


La dueña de la pensión dejó de observarla y se fue para la cocina; hábilmente era engañada por esa personalidad abrumadora. De todas maneras, pronto tendría que hacer algo porque terminaría volviéndose loca. Sentía que los ojos de Letizia desgreñaban sus ropas; había algo morboso en esa mirada sombría y doliente. Se escucharon ruidos de tazas y platos y el silbido de una cafetera de Georgia; la señora de la casa prendió los farolitos chinos en forma de campana y se sentó a ver televisión pues ya estaba derrotada por un enemigo que ni siquiera conocía y con quien no podía luchar porque ambas utilizaban diferentes armas. Pensó que esa monja no tenía valor, que necesitaba afecto y que, quizá, estaba huyendo de un pasado al cual quería olvidar.

Se oía el canto de los gorriones entre las enredaderas del patio de baldosas negras y blancas; un sitio donde todo el mundo ocultaba la risa.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela.
La mujer de los enigmas.

El silencioso grito de Manuela (Cap XV 3era parte)

 


Parecía que en medio de esa vorágine de desconocidos, ella había encontrado su lugar, sin billetes y sin recuerdos. Se resignaba a vivir olvidada para siempre, a dormir ovillada junto al gato negro; no intentaba fugarse porque no existía ningún deseo irrevocable.

Ella contemplaba con abatimiento los residuos que los perros callejeros habían traído al patio ante la visión de Socorro y su austeridad. Las dos se miraron en un momento como mujeres sacrificadas que habían llegado al extremo del hastío.

-¿Tú rezas por mí, verdad? -le preguntó Socorro con una debilidad extraña en su cuerpo obeso.

-Sí, hija -le respondió Letizia con ternura.

-Tienes familia porque no he visto a nadie que venga a visitarte.

-Todos han muerto -dijo Letizia con excesiva indiferencia.

-¿Por qué vistes así, mujer?

-¿Cómo?

-Con esos trajes horribles y oscuros.

-¡No mancille mi hábito! -gritó enojada y se refugió en la pieza.

-¿Hábito? -dijo Socorro sorprendida -. Entonces es una monja…

La cacharrería de la cocina comenzó a trastabillar cuando la dueña de la pensión entró en el cuarto. Ahora sí podía comprender el encierro y su envoltorio de mujer espectral. Las religiosas a Socorro le provocaban escalofríos porque le parecían que le estaban anunciando algún final.

El patetismo de Letizia le demostraba su imagen antagónica; sin embargo, los creyentes no dejaban de acercarse para recibir las oraciones.

-No lo levantes -le dijo Letizia a una señora que cargaba un niño -. Échale limón sobre la cabeza, no lo acuestes en su cuna boca abajo, vístelo de blanco y llévalo frente a la luz de la luna.

Sus remedios poco creíbles volvían locos a los necesitados que se acercaban a ella con la desesperación propia de quien está por perder la vida.

-El mundo domina los hechos, hijo -le dijo a un joven que lloraba desesperado -. Resígnate al poder del Supremo que él planifica el destino, lo ilumina y lo entibia para que encuentres un camino recto.

Letizia no pensaba en nada pero las palabras le salían de la boca como si tuvieran movimientos propios. Parecía haber recuperado la cordura, pero en otro cuerpo.

Mientras regresaba Socorro, un sacerdote se sentó a su lado en un banquillo de madera labrada. Impresionado por esa visión, sintió pavor y, acorralado por los ojos de ella, se le crispó la piel.

-¿Padre viene a darme la extremaunción?

  El cura salió corriendo como si hubiera visto al mismo Satanás. Letizia se levantó despacio de la mecedora con el crucifijo, recogió el gato que dormitaba a sus pies y se recluyó en las oscuridades. ¿Qué había visto o escuchado el religioso que lo llevó a huir de esa manera? Tal vez, conocimientos paranormales, la metamorfosis de una mujer simple o la locura; quizá la habría reconocido, pero nadie sabía de su ríspido itinerario ni siquiera ella misma porque era una persona sin pasado.

Los inquilinos desconfiaban de sus actitudes pero la respetaban porque así lo quería Socorro que era la dueña.

-¿Sabe de dónde viene?

-No importa, déjala en paz porque no molesta a nadie.

-Es que parece un ánima; usted le vio los ojos hundidos y fijos, la piel alba y su cuerpo anémico.

-Mujer, no es un muerto.

-Pues… se parece mucho, señora.

Socorro por primera vez sintió un temblor en sus piernas que la hizo apoyarse en la columna del alero.

-Lleva un gato negro, ¿la vio?

-Ese gato es de Manuel, el vecino de enfrente que lo maltrata entonces el pobre animal viene a buscar refugio y comida a la pensión. No me hagas asustar, mujer, que no soy de hierro.

-Yo que usted averiguaría, no dormiría de noche, llevaría un fusil, llamaría a algún exorcista, rociaría con agua bendita los rincones…

-¡Basta ve a hacer los trabajos!

Socorro se hallaba fuera de sí; trataba de no escuchar los comentarios de su amiga pero, en el fondo, sentía cierto escozor cada vez que la miraba a Letizia moverse por el cuarto o atender a los ingenuos que se acercaban a pedir medicinas para sus males.

-¿Me tiene miedo?

-¡Qué! -giró la mujer a punto de desfallecer cuando Letizia le habló a través de los helechos sin dejar ver su rostro-. Le tengo miedo al diablo -contestó aterrada.

-Yo no sé quién soy Socorro. No me acuerdo de mi nombre.

-¿Por qué?

-No lo sé.

-Mira yo te diría que se nota que eres una monja por la manera de vestirte, las cruces, las estampas y el deseo casi desmedido de ayudar al prójimo, pero cuando miras de frente tienes una vaga expresión dramática y hasta cruel.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Los gatos negros entre los vivos y los muertos.

MIEDO A LA LIBERTAD Y A CRECER,
MIEDO A SUFRIR...


BARBASTRO, ESPAÑA
-1960-

Manuela, la protagonista, una mujer que no pudo crecer a pesar de haber formado una familia.

¿Por qué será que las verdades más elementales resultan las más difíciles de comprender? ¿El exceso de razón debilita...?

No podía pronunciar la palabra TIEMPO.
Se había quedado detenida en los años aquellos, cuando cerraba los ojos a la verdad y la sentía ajena, de otros... No sabía contar las horas de un presente que parecía futuro y que se desdibujaba dejando espacios vacíos. Manuela sólo rezaba. ¿Por qué?

EL MIEDO agitaba sus alas en derredor de su cabeza para decirle al oído palabras incongruentes que ella misma desconocía, pero que sentía como una amenaza. Se refugiaba, entonces, entre los amuletos para pedir, para suplicar, la presencia de alguien que le diera un poco de paz. Una voz, tal vez... una mirada de madre... el mismo Dios crucificado.

Ella tenía la sensación de que su cuerpo era completamente vacío y que de él emanaba un aire helado como el que sale de las grutas. Los miedos la declaraban incapaz de entendimiento y voluntad. Por ese camino llevó a sus hijas.

¿La capacidad de dar vida te transforma en omnipotente?

El amor adulto es sereno y acompaña a cambiar las cosas equivocadas por las justas. Manuela acumulaba cenizas y guardaba todos sus miedos para después cuando la conciencia la viera deshojando sus furias.
Las hijas se fueron en busca del amor con la orfandad dibujando brújulas y barriletes: solas, olvidadas... prófugas.