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Buenas y Santas... (Cap 8. La huida-4ta parte)

 


Doña Emma se encontró en la antesala dispuesta a salir, cubría la cabeza con una cofia de flores azules. No se daba cuenta de su estúpida conducta, persistía en ella, sin decidirse a abandonarla.

‒¡Qué tarde, Dios mío! ‒dijo, de repente.

Raúl comprendió la indirecta y tomó su sombrero.

‒Hasta el sábado ‒saludó con euforia doña Emma.

‒Madre, perdone, es usted hipócrita.

‒Cálmate, Bernardino. Felicitas será una novia bellísima. Llegará a la iglesia, repleta de pilas de agua bendita, con el rostro eufórico y la chispa que siempre tuvo. Se asombrarán los fieles curiosos y hasta el sacristán por su devota fe religiosa.

‒Usted no sabe lo que dice, no comprende…

‒El que no sabe eres tú ‒contestó doña Emma.

Al otro día, Antonio se asomó por la mirilla del cuarto de Felicitas. Ella, al verlo, abrió los postigones y le tomó las manos.

‒Ayúdame, Antonio. Por el amor de Dios te lo pido‒dijo llorando.

‒¿Cómo? No se va a escapar nuevamente. No está en condiciones físicas.

‒¿Por qué no? Podemos huir los dos juntos.

‒No, no… La Candelaria es mi lugar y el de mis padres. Crecí acá y moriré en estas tierras.

‒Eso es una tontería; podemos tomar el tren de las cinco de la tarde. Vamos, Antonio. ¿Tú me quieres?

‒Sí, señorita.

‒Ahora es el momento porque mi madre se fue al pueblo a la casa de su prima ya repartir invitaciones para la boda. Ve a buscar algo de tu ropa.

Antonio, enceguecido, se fue al rancho sin darse cuenta de que Remedios había observado la situación y escuchó todo lo que habían hablado. El capataz preparó una galera vieja que estaba herrumbrada en el galpón de don Emilio y pasó a buscar a Felicitas. Idealista como pocos esa aventura lo colmaba de una dicha que no aceptaba sermones. Felicitas se vistió como pudo con su traje color rosado y encajes de Venecia, un chal sujeto atrás con un alfiler dorado, el sombrero con lazo y una valija pequeña. Escapó por la ventana principal y se deslizó por el techo de la estancia hasta caer en el jardín trasero.



En el viaje hablaron del tiempo, de versos, de libros… recursos propios de una amistad. A Felicitas le faltaba el aire pero disimulaba para que Antonio no se diera cuenta. Se sentaron en el banco de aquella estación desierta. Lo que no sabían era que Remedios, oculta entre los vagones abandonados, los observaba. Estaba dispuesta a detenerlos; Ahora sabía de quién estaba enamorado Antonio. No podía odiar a la niña Felicitas porque le daba pena.

El capataz se levantó para mirar las vías férreas y Felicitas comenzó a marearse nuevamente. Remedios, desde su escondite, la vio y corrió a socorrerla.

‒¡Se desmaya! ‒gritó.

Antonio, quien no entendía nada, la cargó en sus brazos y la llevo de vuelta a la estancia en compañía de la criada que le perforaba la piel con su mirada.

Nadie se dio cuenta de esa huida y Remedios prometió no hablar sobre ese asunto.

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BUENAS Y SANTAS...
Los hijos olvidados
-----------------Emma, viejo mundo, La rebeldía de querer amar, el olvido de los sueños, llorar por todo, secretos de familia, el abandono y la pasividad.

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