Tenía
que salir de allí por sus propios medios, de lo contrario se frustraría el
plan. ¿Qué le diría a su familia? ¿Cómo justificaría ese viaje a escondidas en
tercera clase?
El
sueño lo invadió sin que se diera cuenta. Se le cerraron los ojos y cayó
dormido sin apagar la vela. Sintió un temblor que lo recorrió bruscamente de
pies a cabeza y un dolor punzante en el cuerpo que lo despertó de inmediato.
Pasó del estado de sueño al de vigilia en un solo paso.
La
vela había ardido casi hasta el último fragmento de sebo, pero la punta del
pabilo se cayó y la luz era plena en esa bodega atestada de humedad.
Una
mujer con el pelo color lino y los ojos gris claro tenía una hermosa beba de
dos años aproximadamente en los brazos. La niña miraba fijo a Rebeca y ella le
regalaba sonrisas. ¡Qué bonita era! Soñaba con tener un hijo así; sin embargo,
Dios no le había concedido esa gracia.
Mark
observaba los gestos tiernos de Rebeca y se le partía el corazón. Hubiera dado
lo que tenía y lo que no, por darle la felicidad que no podía alcanzar. Se la
veía vulnerable, agotada de tantos sueños por cumplir cuando el tiempo se le
acortaba frente a los designios de la vida o tal vez de la muerte. Wilson no
prestaba atención a aquella niña bulliciosa; estaba en su propio mundo, inmerso
en meditaciones que lo turbaban demasiado. Mark suponía que se trataba de la salud
de Rebeca y por eso perdonaba su frialdad.
‒¿Cómo
te llamas?
‒Amelie ‒respondió
la pequeña entre balbuceos casi incomprensibles.
‒Es
terrible ‒dijo la madre justificando sus travesuras.
‒Tiene
que ser feliz ‒respondió Rebeca con un gesto de ensoñación que conmovió a la
mujer de los ojos grises.
‒¿Quiere
tenerla un rato mientras yo voy al toilette?
‒Sí,
claro.
Amelie
era una niña mágica, como de cuentos. Por lo menos así la veía Rebeca, quien la
abrazaba contra su pecho para sentir la vida que latía y que a ella le faltaba.
‒No
te entusiasmes tanto ‒le dijo Wilson con un gesto verdaderamente insólito. Como
si estuviera celoso de aquel pedacito de cielo.
‒¿Es
cierto lo que escucho? ¡Qué manera torpe de decirme algo que no tiene
fundamentos lógicos! ¿Por qué habría de entusiasmarme?
‒Vamos…
No discutan ‒intervino Mark para calmar los ánimos.
Carl
y Amy miraban el reloj del pasillo entre el ruido de las copas, la música y la
algarabía de los aristócratas que no dejaban de parecer vacíos ante los ojos de
Mark: un hombre poderoso que siempre se había movido dentro de esos círculos de
la sociedad. Es que ahora, con la terrible noticia de Rebeca, se había
sensibilizado y aquello que valoraba en otras épocas pasó a segundo plano.
“Los
afectos son lo más importante en nuestra vida”, pensó.
Amelie
volvió a los brazos de su mamá y todos se retiraron a tomar aire. Quisieron dar
un paseo por la cubierta del barco.
Las
aguas y el cielo puro se alejaban de las rocas muertas, era a paso fugaz, con
los ojos fríos de quien miraba sin ver aquel universo de pensamientos
inconclusos y milenarios.
Carl y Amy se abrazaban mirando el mar que los unía en comunión perfecta. Eran felices. En cambio, Rebeca y Wilson se apartaban con pena y preocupación.
‒Cuando
miras envuelves, cuando miras acaricias y besas. ¿Recuerdas? ‒le comentó Rebeca
dulcemente a su esposo‒. Yo solía decirte eso cuando nos conocimos en un viaje
por Irlanda.
‒Algo
me acuerdo ‒agregó Wilson distraído.
‒Los
hombres nunca recuerdan las palabras románticas de las mujeres cuando se
convierten en esposas. La rutina los aburre. Quisieran ser novios eternos.
‒¿Quién
no?
‒No
sé. Eso, tal vez, lo piensan aquellos a quienes les gusta ser libres, no tener
compromisos ni responsabilidades. Son hombres inmaduros. Pero llega una edad
que te cansas y necesitas un hogar tranquilo.
‒Puede
ser.
‒¡Qué
te pasa, Wilson! ‒le gritó Rebeca aturdida‒. ¡Nunca te vi así tan abandonado y
apático! ¿Qué tienes? ¿Es por mí? ¿No quieres cargar con una enferma? Si es
eso… ¡Vete!
‒No,
amor. No te confundas. Necesito paz para ordenar las ideas. Tu padecimiento me
preocupa.
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