La
estancia La Candelaria de doña Emma era su monasterio. Los adobes y tapias
reflejaban, como lienzo tejido, sus manos. Cuando se casó se quedó a vivir en
la casa paterna porque no quería alejarse de sus progenitores, aunque en su
juventud sufrió el acoso de su madre que, por una inexplicable razón, no la
dejaba sola. Doña Emma solía recordar los placeres y pasatiempos infantiles,
las horas de recreo después de la escuela, los lugares apartados donde solía
refugiarse para armar vírgenes de barro y rendirles culto. Hasta había un árbol
al que llamaban: aromo del perdón
parecido al espinillo que plantara Manuelita Rosas en la quinta paterna de
Palermo. Se decía, por aquellas épocas, que allí fueron indultados numerosos
presos políticos por el tirano Rosas porque su hija se lo pidió... La dueña de
La Candelaria guardaba un secreto que
tenía que ver con aquellos años de estricta moral y virtud cuando se refugiaba
bajo la frondosa copa de aquel amigo.
En
la parte sur de la casa había dos habitaciones: el dormitorio de sus padres y
una sala con la mesa de cedro de campo y sillares de estructura impar. En la
pared, dos cuadros al óleo de San Francisco de Asís y de Santa Teresa,
heredados de los tatarabuelos. A poca distancia de la puerta de entrada, se
elevaba la higuera que guardaba a la sombra el telar de doña Rosario, la madre de
Emma. Los golpes a deshoras de los
husos, pedales y lanzadera, despertaban a todos para ir al colegio o para
empezar con las ocupaciones diarias. Doña Rosario, astuta como Emma, le gustaba
preparar el dulce de higos para los cumpleaños cuando tenía el tiempo necesario
y la paz interior que le faltaba. Esa influencia, como la de toda madre, recayó
en Emma quien sufrió los avatares de una juventud en disputa con las leyes
impuestas. Ahora Felicitas estaba transitando por el mismo camino; era fugitiva
y se burlaba, infante y penosa… pero no dejaba de obedecer.
‒¿Por qué estás tan callada? ¿Qué pasó con ese hombre? A mí no me gusta nada; tengo que investigar a su familia porque no la conozco.
‒Debe
estar agradecida que me trajo a la casa. ¿Qué hubiera sido de mí tirada en ese
zanjón de noche?
‒No
quiero ni pensarlo‒contestó doña Emma que seguía desconcertada por la situación‒.
Quiero que me cuentes todo, hija.
‒Ya
él les dijo cómo fue… Yo estaba desmayada por el golpe y cuando desperté no
sabía cómo me llamaba, ni dónde quedaba mi domicilio. Nada.
‒¿Y
después?
‒Me
quedé recostada en algo que parecía un sillón y me dormí… creo.
‒¡No!,
cuando alguien se golpea la cabeza no puede dormirse. ¡Inútil!, yo sabía que
ese hombre era un ignorante.
‒No
sé, madre, no recuerdo. No me pregunte más, por favor. No es momento de hacer
reproches‒dijo Felicitas algo turbada por la situación que escondía algún
misterio.
¿Qué pasó esa noche con
Mariano Pelayo?
‒A
mí no me engañas. Algo ocultas y yo me voy a ocupar de eso‒dijo doña Emma con
energía.
Consideraba
a su hija una muchacha que, por su belleza, cautivaba al mismo diablo. Los ojos
de Felicitas hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes de
la zona. Por eso doña Emma tenía miedo; una especie de fobia que le oprimía el
pecho. No soportaba el hecho de no poder dominar los acontecimientos.
“Para
vencer al abismo hay que salvarse de cualquier peligro”, pensó.
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