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Buenas y Santas... (Cap 5 Mariano Pelayo-4ta parte)

 

La estancia La Candelaria de doña Emma era su monasterio. Los adobes y tapias reflejaban, como lienzo tejido, sus manos. Cuando se casó se quedó a vivir en la casa paterna porque no quería alejarse de sus progenitores, aunque en su juventud sufrió el acoso de su madre que, por una inexplicable razón, no la dejaba sola. Doña Emma solía recordar los placeres y pasatiempos infantiles, las horas de recreo después de la escuela, los lugares apartados donde solía refugiarse para armar vírgenes de barro y rendirles culto. Hasta había un árbol al que llamaban: aromo del perdón parecido al espinillo que plantara Manuelita Rosas en la quinta paterna de Palermo. Se decía, por aquellas épocas, que allí fueron indultados numerosos presos políticos por el tirano Rosas porque su hija se lo pidió... La dueña de La Candelaria  guardaba un secreto que tenía que ver con aquellos años de estricta moral y virtud cuando se refugiaba bajo la frondosa copa de aquel amigo.

En la parte sur de la casa había dos habitaciones: el dormitorio de sus padres y una sala con la mesa de cedro de campo y sillares de estructura impar. En la pared, dos cuadros al óleo de San Francisco de Asís y de Santa Teresa, heredados de los tatarabuelos. A poca distancia de la puerta de entrada, se elevaba la higuera que guardaba a la sombra el telar de doña Rosario, la madre de Emma. Los golpes a deshoras  de los husos, pedales y lanzadera, despertaban a todos para ir al colegio o para empezar con las ocupaciones diarias. Doña Rosario, astuta como Emma, le gustaba preparar el dulce de higos para los cumpleaños cuando tenía el tiempo necesario y la paz interior que le faltaba. Esa influencia, como la de toda madre, recayó en Emma quien sufrió los avatares de una juventud en disputa con las leyes impuestas. Ahora Felicitas estaba transitando por el mismo camino; era fugitiva y se burlaba, infante y penosa… pero no dejaba de obedecer.

 


‒¿Por qué estás tan callada? ¿Qué pasó con ese hombre? A mí no me gusta nada; tengo que investigar a su familia porque no la conozco.

‒Debe estar agradecida que me trajo a la casa. ¿Qué hubiera sido de mí tirada en ese zanjón de noche?

‒No quiero ni pensarlo‒contestó doña Emma que seguía desconcertada por la situación‒. Quiero que me cuentes todo, hija.

‒Ya él les dijo cómo fue… Yo estaba desmayada por el golpe y cuando desperté no sabía cómo me llamaba, ni dónde quedaba mi domicilio. Nada.

‒¿Y después?

‒Me quedé recostada en algo que parecía un sillón y me dormí… creo.

‒¡No!, cuando alguien se golpea la cabeza no puede dormirse. ¡Inútil!, yo sabía que ese hombre era un ignorante.

‒No sé, madre, no recuerdo. No me pregunte más, por favor. No es momento de hacer reproches‒dijo Felicitas algo turbada por la situación que escondía algún misterio.

¿Qué pasó esa noche con Mariano Pelayo?

‒A mí no me engañas. Algo ocultas y yo me voy a ocupar de eso‒dijo doña Emma con energía.

Consideraba a su hija una muchacha que, por su belleza, cautivaba al mismo diablo. Los ojos de Felicitas hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes de la zona. Por eso doña Emma tenía miedo; una especie de fobia que le oprimía el pecho. No soportaba el hecho de no poder dominar los acontecimientos.

“Para vencer al abismo hay que salvarse de cualquier peligro”, pensó.

*
Buenas y Santas...
Los hijos olvidados

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-------------------Me quiero ir, me quiero enamorar, secretos de sangre, secretos del pasado, nunca más.

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