Wilson
no quería demostrar la angustia que le provocaba tener que ocuparse de
diagnósticos, de medicaciones, y de una enfermedad que podía ser mortal para
Rebeca. Era demasiada responsabilidad y se sentía solo. Casi siempre los amigos
estaban en las buenas pero en las malas comenzaban a evadirse.
‒No
voy porque me hace mal. Si necesitas algo me avisas.
Y
no aparecían más y la espera se hacía eterna porque la soledad era escarcha
dentro del alma y del cuerpo.
¿Quién
vendrá? ¿Por dónde?
Preguntas
y más preguntas que le oprimían el pecho a Wilson. Hubiera querido escapar de
esa pesadilla porque era demasiado endeble para darle ánimos y energía a
Rebeca. Ella necesitaba otra clase de hombre a su lado, alguien que tomara
decisiones con rapidez y que saliera a luchar por ella con el cariño que
llevaba dentro.
¿Sentía
verdadero amor por Rebeca?
Cuando el sentimiento es
auténtico se va hasta el fin de los tiempos en busca de la pócima necesaria, se
golpea todas las puertas, se reza a un Dios reposado y brumoso como imagen
oculta en los sentidos.
Pero
Wilson se mantenía inerte y paralizado. Esperaba respuestas de Mark, pero sabía
que no podía pedirle mucho. Tal vez, dinero. Sí, eso sí, pero no alcanzaba. Era
cobarde. No quería contarle a Carl lo que sucedía porque necesitaba que Rebeca
fuera feliz y que no se sintiera observada con pena. El viaje se había
transformado en una tortura para Wilson, quien no disfrutaba de nada y que sólo
quería escapar para cubrirse de silencio en aquel barco encendido y luminoso
que arrancaba acordes a cada paso: la fiesta deshojada por el cielo y el frío,
el descanso obligado de los inocentes.
**
Carl
y Amy permanecían ajenos a la situación que vivía Rebeca, aunque algo sospechaban,
pero preferían no preguntar.
‒¿No
te parece rara la conducta de Wilson? Lo conocemos hace años y nunca estuvo más
distante.
‒Puede
ser‒respondió Carl que se estaba sirviendo otro vaso de cerveza que tenía en un
tonel en el camarote.
‒¡No
bebas tanto!
‒Estamos
acá para divertirnos; deja de retarme como si fueras mi madre Amy, por favor.
‒No
me escuchas como siempre. Cuando trato de hablar sobre algún tema importante
que me preocupa, tú cambias de conversación y apareces diciendo alguna
tontería.
‒Oh…
¿Quién entiende a las mujeres?
‒Oye,
de una vez por todas… Investiga qué les ocurre a los tres porque Mark también
está raro.
‒Está
bien, mujer.
Carl
cerró la puerta con llave, dejó el candelero sobre la mesa y se dispuso a
acostarse con gesto cansado. El helado viento primaveral aún soplaba y su
gemido solemne recorría los contornos del Titanic.
Era triste frente a ese silencio nocturno y llegaba hasta la celda de Alan
sin camino de regreso. Si lo hubieran echado a un páramo en una borrasca, le
habría resultado un alivio después de lo que estaba sufriendo en ese reducto
fantasmagórico.
Alan
Cooper se hallaba a la espera de las noticias que traería Silas Pyland. No
soportaba un minuto más encerrado en ese hervidero de insectos. Es que todo
estaba limpio pero para él era una madriguera pestilente.
‒¡Oye
tú!‒le gritó el vigía‒. Mañana Silas te comunicará lo que hará contigo.
‒¡No
puedo esperar tanto!
‒Pues
no te queda otra, muchacho. Deberías haberlo pensado antes. En un barco como
éste no se juega.
‒¡Yo
no estoy jugando! ‒gritó Alan.
‒Entonces
es peor. ¡Prepárate!
Alan
hablaba con la rudeza de entonación que le había enseñado Harry, su padre. Sus
más triviales acciones lo delataban. Había sido negligente. Lo sabía. ¿Qué
haría si Silas lo dejaba encerrado hasta el fin de la travesía? No podía
permitirlo; intentaría escapar pero… ¿Cómo? Tal vez, cuando le trajeran alguna
cena.
El
momento de despertar de su obsesión-cruda y lamentable-no estaba lejos. Alan se
hallaba malhumorado y desdeñoso.
‒¡Loco!‒le
gritó alguien desde el otro lado de la puerta. Le pareció escuchar la voz de
Mark, su abuelo.
‒¿Quién
eres?
Nadie
respondió. Regresó junto al camastro y se dejó llevar por la desdicha. Había
hecho todo mal. Quizá alguien lo había castigado por sus aberraciones y
envidias.
‒No
me queda mucho tiempo en este mundo‒murmuró como alienado.
Sentía
que no quería seguir viviendo esa tortura que lo aniquilaba por dentro. ¿Se
arrepentía de sus malos pensamientos? No debía resignarse, pero el aislamiento
lo cegaba.
Una
persona abrió la puerta.
‒Le traigo esto para que se alimente y para que pueda beber algo.
En
ese momento, Alan se abalanzó sobre el desconocido. La vela cayó al piso y la
habitación comenzó a arder entre los trastos y las ropas de los que combatían
por un minuto más de libertad.
La
gente comenzó a agolparse y a echar baldes de agua que apagaron el fuego
mientras Alan fue llevado a otra prisión aún más oscura. De allí seguramente no
iba a salir. Tendría que despedirse de la luz. Estaba en peligro mortal y sus
ojos oscilaban como bolitas negras. El mundo se cerraba ante él con
desconfianza. Lo invadió un recelo vago, indecible y supersticioso. Un terror
diferente que lo obligó a acurrucarse, en posición fetal, al fondo de ese
reducto con la inquietud de que no volvería a ver el sol.
‒Ya
no regresaré, papá ‒dijo por lo bajo.
**
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