Una
hora pasó en medio de ese murmullo que hablaba a gritos. Wilson entró al
camarote que compartía con Rebeca. Estaba ebrio y le resultaba penoso sostener
la mirada. Ella, de todas maneras, parecía dormir. Estaba fingiendo porque no
tenía ganas de hablar con él ni con nadie. El mundo le parecía pobre como la
poca vergüenza de su marido. Sentía lástima por sus bajos instintos pero ya no
lo juzgaba.
La indiferencia borra el
contorno de los rasgos; es lluvia que barre, diluvio impiadoso, ausencia que ya
no respira…
Wilson
se recostó a su lado vestido y vio que ella tampoco se había quitado la ropa.
Todo daba vueltas a su alrededor y la imagen de Amy reía y escapaba hacia algún
exilio con su delito sobre los hombros. Era tan seductora cuando quería. Wilson
se dio cuenta de que estaba perdiendo la dicha. De nada le servían sus gemelos
de oro y plata, las mangas impecables de sus blancas camisas, el honor y el
abolengo, porque su vida ya no tenía sentido. Un barco imponente había decidido
el rumbo y era dueño de un futuro, una jaula, humo, estremecedora belleza, tan
efímera como discriminadora.
Mark
Cooper sacó la valija del escondite, la abrió y miró si su tesoro se hallaba en
orden. Se sentía observado por la devastadora mirada de Alan y su loca
persecución.
“Es
penoso negar a un nieto”, pensó.
Su
esposa Sarah, seguramente, lo hubiera defendido. Ella lo consideraba víctima de
su hijo Harry y de una inapropiada educación. La falta de valores era su
filosofía.
‒Alan
es un perverso, está enfermo ‒murmuró Mark‒. No me digas que no, deja de
defenderlo porque esta vez no puedo darte la razón.
El
anciano parecía delirar entre los cobertores; su corazón latía cansado de tanto
recorrer caminos áridos o de mirar paredes amuralladas en un encierro obligado
por la ausencia del amor.
Había
dedicado su existencia entera a la familia y a la constructora de faros. Trató
siempre de dar el ejemplo con sus actos, aunque reconocía que su carácter frío
y calculador lo había alejado de la sociedad y de Harry. Ahora, luego de la
noticia sobre la salud de Rebeca, se había transformado. Era otro hombre, por
momentos no se reconocía. Pensaba que la proximidad de la muerte lo amigaba con
el prójimo y lo convertía en un ser benevolente.
Se
acurrucó en aquella cama de príncipe a pensar en los pasos que debía dar para
ayudar a Rebeca. Los médicos que visitaría al llegar a Inglaterra y los
recursos válidos. Era la nueva lucha, después de lo de Sarah; el pasado se
volvía niebla y le hablaba con voz rota de servidor.
“La
vida te golpea para que aprendas a levantarte”, pensó.
Mark
conocía de memoria los abismos, esos caminos escabrosos que astillan los pies y
que te empujan a andar para volver a inventarte una y mil veces si es
necesario. Y aparece la muerte, no para alcanzarte sino para demostrarte que
está viva y que puede darte la cachetada final.
“Qué
compleja es la realidad. Me encuentro en un barco, el Titanic, de dicha y prosperidad, y estoy de vuelta: polvoriento,
aburrido, pesado como morral de vagabundo. Sí… Alan. Ese sí que es un perdido,
inútil y desagradecido. El fiel reflejo de una juventud sin ética ni valores,
sin deseos de superarse. Mejor me duermo así no pienso más.”
Mark
Cooper se entregó a las ensoñaciones como un niño, tratando de ser piadoso. Las
reglas definitivas ya estaban inventadas porque un ser superior las había
dictado a un ser inferior que tenía el ego manchado por la ignorancia y la
soberbia.
**
Amy
y Carl llegaron más tarde al camarote después de haber bebido y bailado lo
suficiente como para dormir toda la travesía. Se habían olvidado de los amigos.
Eran tan huecos que llegaban a molestar. Parecían inmaduros, insatisfechos,
como adolescentes eufóricos y sin obligaciones. La vida, para ellos, era un
camino de rosas, vacía de prejuicios, sorda y muda. No pensaban en los niños
porque sabían que estaban seguros, no podían solucionar problemas porque no los
tenían, carecían de límites porque habían sido educados con el poderío y los
caprichos de las personas adineradas. Eso a Rebeca le molestaba mucho porque
ella también se había criado de la misma manera, pero era una persona humilde y
solidaria.
‒¿Rebeca
y Wilson? ‒preguntó Carl entre risas y sosteniéndose de una columna‒. Al final
son más aburridos que los recuerdos.
‒No…
que las nostalgias ‒respondió Amy con burla.
‒El viejo Mark sí que es un estorbo.
‒Un
muerto viviente. Rebeca lo quiso traer y yo no dije nada pero, la verdad, me
agobia ver su cara de perro afiebrado. Wilson sí es divertido.
‒¿Wilson? ‒exclamó
Carl sorprendido por la confesión de Amy.
‒Bueno…
es una manera de decir. ¿Acaso no lo conoces? Es tu amigo.
‒Sí,
pero no me parece un hombre que le guste salir de juerga.
‒Tal
vez, ahora no.
‒¿Por
qué ahora no?
‒Porque
persigue a Rebeca como un psicópata. Quizá, siente culpa, responsabilidad y
miedo. Está raro porque tampoco es feliz.
‒Ellos
tres son muy extraños.
‒Pues
sí.
Amy
y Carl se dejaron llevar por el deseo profundo de estar juntos y alcanzar el
éxtasis, sin pensar en el mañana. Quizá, tenían razón; el futuro era sólo una
palabra de seis letras con demasiadas penumbras y resacas, una lluvia mar
arriba, un velo de amnesia, un delfín o una sirena. Un bosque de agua.
Por la ventana
entran los silencios
son el lenguaje
oculto de la noche.
M.Benedetti
**
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