Era
como estar mirándose en un espejo roto en mil pedazos. Amelie, la niña, la
dejaba llorar y la consolaba como si su mano fuera la sanación que tanto
ansiaba alcanzar. Amelie, niña-madre: la contención que un cuerpo herido
reclamaba a gritos.
“La pena de suspirar por
la esperanza”
M.Ruiz
Guiñazú
‒¿Puedo
pasar? ‒replicó apurada Rebeca detrás de la puerta.
‒Claro,
hija.
‒Padre,
no aguanto más este viaje. ¿A quién se le puede haber ocurrido la idea de
venir?
‒A
tu amiga Amy.
‒¿Amy?
Yo creía que Wilson había sido el de la idea.
‒Bueno…‒respondió
Mark con un gesto de duda‒. Creo que a los dos.
‒¿Amy
y Wilson? ‒preguntó Rebeca nuevamente y una nube de polvo le cubrió la memoria,
algo enigmática y sospechosa‒. No importa, lo cierto es que me siento abrumada,
incómoda y demasiado preocupada. No disfruto, todo me molesta: las risas, los
ruidos y la música. Antes, en mi mundo de cuatro paredes, era feliz. La dicha
está dentro de uno mismo y no necesitamos salir a descubrir mares ni a conocer
aristócratas indiferentes. Salimos al aire y nos ahogamos…
‒Tienes
que tener un poco de paciencia, hija.
‒Odio
esas mujeres que lloran con sus pañuelitos de encaje en la punta de la nariz,
con esa hipocresía con la que besan o abrazan.
‒No
juzguemos a los otros. Vivamos nuestra propia experiencia. Los demás no
existen ‒dijo Mark intentando estabilizar los nervios de Rebeca que se tornaban
inmanejables.
‒Esta
noche hay una gala en el barco. No quiero ir, pero seguramente me obligarán a
hacerlo. Necesito que estemos todos. ¿Me promete, padre?
‒Sí,
querida ‒contestó Mark a quien esas palabras le sonaban a despedida por aquella
palidez desganada con que Rebeca lo miraba. Sus ojos parecían llegar a lo
profundo del alma y eran infinitos como el mismo mar.
‒¿Alan
está en el Titanic? ¿Usted lo invitó?
Me pareció verlo o fue mi imaginación ‒comentó, de repente, ella con curiosidad.
‒Está
en tercera clase. No me explico qué hace aquí. Creo que lo decidió a último
momento y como no tenía dinero subió con los inmigrantes. Está en problemas,
pero yo no quiero saber nada de él. Es un joven tramposo igual que su padre.
Harry siempre fue reacio, tú lo sabes, nunca aceptaba mis consejos ni me dejaba
hablar. Hombre difícil, contradictorio, omnipotente e inútil. ¡Qué lástima!
‒Sí,
somos muy diferentes. Conmigo toda la vida se ha llevado mal. Es que yo parezco
sumisa, pero cuando me quieren atropellar me defiendo y él toma esa actitud
como si fuera la reacción de un enemigo. No sabe respetar la diversidad de
opiniones.
‒Bueno…
no pensemos en esos parásitos. Con perdón. Son familia pero parecen extraños.
Mejor ve a prepararte para la gala. Te quiero ver radiante y bellísima, mi niña
querida.
‒Sí,
papá. Trataré de disfrutar y de poner lo mejor de mí, aunque sé que no puedo
fingir, no me sale mentir. Repudio el engaño.
Rebeca,
más tranquila, salió del camarote y caminó por el extenso pasillo, bajó una
escalerilla y se encontró con un mozo vestido de blanco que llevaba una bandeja
de plata.
El
mar guardaba su espuma en las burbujas blancas y era piel y misterio de tantas
travesías. Le hubiera gustado sentir el olor a algas y oír ese rumor palpitante
y acogedor del agua sobre los vértices de la proa.
Le pareció escuchar un murmullo de voces conocidas que venían desde su cuarto y aceleró el paso. Abrió la puerta y allí frente a ella estaban Amy y Wilson en actitud dudosa. Ellos, inmóviles, se quedaron mirándola como extraños y Rebeca sintió que el corazón le golpeaba, con acelerado compás, la garganta como un martillo. Comenzó a temblar y un arrebato de miedo a lo desconocido le perforó la sien, pero se estabilizó al instante y preguntó:
‒¿Qué
interesante conversación me estoy perdiendo?
‒Nada,
querida, nada. Simplemente vine a verte por la ropa que ibas a usar. Quería
preguntarte bien para no ir desparejas y Wilson me estaba tratando de
entretener un poco.
‒¿Entretener?
‒Sabes
que cuenta chistes muy graciosos.
‒Detesto
los chistes.
‒Oh,
amiga, siempre tan formal. Relájate.
‒Vete,
por favor. ¡Vete! ‒gritó Rebeca fuera de control. Al verlos juntos, se sintió
una estúpida, una inocente mujer sin futuro. Tal vez, Wilson estuviera pensando
en reemplazarla cuando ella muriera. Estaba ganando tiempo el muy cobarde.
Cuando
se quedaron solos ninguno de los dos tuvo el coraje suficiente para reproches,
pero sí para ironías.
‒Tus
sorpresas son como velitas de torta ‒le dijo Rebeca a Wilson quien permanecía de
pie jugando con la cadena de su reloj. La culpa lo delataba, pero quería
esconder sus gestos de hombre infiel y torpe.
‒Prepárate
para la fiesta, amor.
‒¿Amor?
¡Qué cínico eres!
‒No
me hables así, por favor, ¿qué hice? ‒comentó entre risas desarticuladas por el
nerviosismo.
‒No
quiero discutir porque me hace mal. A veces, es necesario solamente una escena
vista de reojo, tan de repente, como un soplo de aire, para darse cuenta de que
una vida se consume y se termina. No por una enfermedad sino por la mentira.
‒Rebeca,
no sabes lo que dices, no entiendes… Deja de hacer conjeturas. Amy y Carl
Bramson son nuestros amigos y por su consejo estamos acá pasando esta velada
genial.
‒Sal
del cuarto que quiero estar sola ‒le respondió ella con lógica frialdad. El equilibrio
estaba roto; cuando se pierde la confianza ya no hay vuelta atrás.
‒Es
que tengo que elegir el traje.
‒Yo
me vestiré primero. Ahora vete que, más tarde, te llamaré…
‒Bien.
‒Adiós.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario