“Me
gustaría ser igual que Felicitas de bella, y arrastrar colas de vestidos. Ser
grande y poder elegir el esposo que yo quiera”, pensó Milagros revolcándose
entre los mantones de raso y las novelitas de amor, las que soñaba vivir con
algún príncipe de esos que besan sapos y aparecen doncellas rubias.
−¡Apaga
la luz! –gritó Bernarda, la criada, desde el pasillo porque vio que Milagros tenía
encendidas los faroles en el cuarto.
−¡Cuando
venga mamá!
−¡No,
señorita! ¡Ahora!
Bernarda
apareció de golpe, y Milagros ocultó rápido el libro, pero la criada, que
era muy perspicaz, pudo ver que algo escondía entre los cobertores.
−Niña,
¿qué tiene allí? Mire que si su madre descubre algo me va a culpar a mí y yo no
quiero que me echen…
−Oh,
Bernardita, pobrecita, perdona –exclamó Milagros dulcemente y la abrazo con
amor−. Como tienes mal gusto te devuelvo el libro.
−¡Niña!
Me robó mis lecturas.
−La
tomé prestada.
−Si
no me dijo nada.
−¿Acaso
si te las pedía me la ibas a entregar?
−Pues,
no.
−Ves…
Eres egoísta con esta pobre niña aburrida, que no tiene hermanos y que no puede
ir a bodas.
−Ya
irá, niña.
−¿A
cuál? ¿A la tuya?
−Puede
ser o la suya.
−No,
yo nunca me casaré, Bernarda. Papá hará lo mismo que el barbudo, el padre de
Felicitas Guerrero, y yo no lo permitiré. Entonces, no me quedará otro camino
que ir de monjas.
−¡Qué
cosas dice! ¡No sabe nada de la vida! Será feliz porque se lo merece.
−¿Felicitas
es feliz?
−No
sé, pero no invente cosas todo el tiempo porque me van a culpar a mí de una
mala influencia. Su padre es demasiado riguroso, muy derecho.
−A
los gritos.
−Como
sea, es el patrón y hay que respetar sus ideas. Por lo menos yo que soy la
empleada.
−Siempre
pregunta: ¿Viste si Bernarda pasó el plumero por los postigones? ¿Mira si
limpió las ventanas? Son todas haraganas. Tengo que entrar a la cocina de
improviso para que se asusten y cumplan con sus tareas.
−¿Eso
dice? –preguntó Bernarda asustada.
−Y
más, mucho más… −agregó Milagros disfrutando al ver a la criada entrar en
pánico por las declaraciones exageradas, pero ciertas de don Aurelio.
−¡Dios
mío!
−No
te asustes, Bernardita, que yo te protejo. Eres un caramelito de chocolate.
−Oh,
niña. Usted se hace la cariñosa mientras clava espinas por la espalda.
−No
son espinas, son dardos de amor, y sobre todo de verdad para que abras los ojos
y te cuides de mi padre.
Milagros disfrutaba con sus travesuras y se divertía con Bernarda. Era como su madre, pero más afectuosa y relajada. Necesitaba de ese cariño contenedor de gallina plumosa. Tener un nido de abrazos por la tarde y a cualquier hora porque se sentía sola. Sus padres eran muy formales y vivían para el afuera, intentando demostrar hasta el cansancio los buenos y correctos modales de los Correa Viale. Esas máscaras ya estaban gastadas y no servían para ocultar ciertas cosas; sin embargo, insistían en sus acartonados razonamientos absurdos para la época y demasiado frívolos para la gente que estaba en los márgenes.
¿Por
qué los ricos de abolengo tenían que seguir los mismos códigos?
¿Quién
dictaba esas leyes arbitrarias?
¿Ser
auténticos no era mejor?
Lo
cierto era que en esos círculos sociales había que continuar andando a la par
para ser aceptado y elegido. La rigidez de los mandatos se imponía como ley
natural y lo único que quedaba era obedecer con los ojos cerrados y el alma
rota.
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