8-EL OFICIO DE SER POBRE
−Cuánta
gracia tienes para consolar las penas. Te gusta sufrir –le dijo Ignacio
Avellaneda a su tía, el ama de llaves.
Ignacio
era un misterioso y frecuentaba los salones y lugares públicos sin
comprometerse con nadie. Llevaba levita y lentes con armazón fino.
−Necesito
un jerez.
−Ven
para la cocina.
−No
me gusta ese lugar. Es de criados sin ambiciones.
−Pues
tú lo único que llevas es el apellido –respondió Gloria, su tía.
−Y
sí, somos de los Avellaneda pobres; pero eso no tiene nada que ver porque el
abolengo, el carisma, se lleva dentro y viene de la cuna.
−Me
haces reír.
Ignacio
visitaba de vez en cuando a su tía Gloria para entrar a la residencia y ver, de
cerca, cómo vivían aquellos que decían tenerlo todo. ¿Eran felices? ¿El dinero
les daba paz interior?
El
joven nunca se presentaba en la sala, Gloria se lo había prohibido. No quería
problemas con los patrones ni con nadie. Ella era una mujer austera y sin
pretensiones. Se conformaba con lo puesto, con el día a día, y con tener
trabajo. Aunque eran migajas las que recibía por paga, le alcanzaban para una
vida de soltera mayor y sin lujos.
−Raro
que estando acá no te hayas enganchado algún viejecito rico.
−¡Calla!
¡Insensato! Y ahora vete que no quiero que te vea nadie. Esta casa está de
duelo.
−La
verdad que sí, me voy, pero volveré uno de estos días.
Gloria
miró por la ventana.
−¿Y
esa calesa?
−Me
la compré el sábado.
−¡Muchacho!
–rezongó Gloria al ver los aires de grandeza de su sobrino.
−¿Quién
es él? –preguntó Milagros a espaldas de Gloria. Ya había entregado las revistas
y una carta de su padre para don Carlos. Nadie la vio entrar y en ese momento
justo se retiraba. Timoteo la estaba esperando en la esquina.
−¡Niña
Milagros! ¡No la vi entrar!
−Es
que me abrió un joven que no conozco…
−¿Él
le abrió la puerta? ¡Qué desubicado! Podría costarme el trabajo.
−No
importa Gloria, yo no diré nada.
Milagros
seguía mirando la calle donde se había marchado Ignacio Avellaneda en su calesa
nueva y reluciente.
−¿Es
de la familia?
−¿Quién?
−¡El
joven que se fue recién! ¡Gloria, te dispersas!
−Ah…
no. Es mi sobrino Ignacio que me visita de vez en cuando.
−No
lo conozco de la sociedad porteña. Bueno, yo no salgo mucho.
−Es
que él tiene sus propias amistades. Es un muchacho especial, un poco
desorientado, pero ya va a encontrar el rumbo. Yo le digo que tiene que ser él
mismo, auténtico, y no querer mostrarse, aparentar lo que no es…
−¿Por
qué dices eso?
−Porque
lleva apellido de alcurnia, pero es un joven de familia media. No le sobra el
dinero. A mí no me gusta que adopte esos aires altaneros de cierta gente.
−Existen
muchas personas de dinero y condición social elevada que son humildes y
espirituales. No hay que juzgar a todos por igual porque la gente cuando descubre
su mundo interno se da cuenta que son otros, que tienen valores.
−Sí, las apariencias engañan…
−Claro.
Bueno, me voy Gloria. Adiós. ¿Y Julián? No lo veo en la puerta.
−Debe
estar en la otra cuadra frente al asilo de las Huérfanas.
−¡Qué
pena!
−Necesita
ayuda, pero nadie se hace cargo.
−Yo.
Milagros
estaba dispuesta a todo. Caminó por la avenida rumbo a la Casa Cuna; le hizo
unas señas a Timoteo, el cochero, para que la siguiera hasta el lugar que
quedaba a una cuadra.
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