2- EL ALMA ROTA
Milagros
tenía doce años, pero aparentaba más.
Ya
no quería jugar como las niñas tontas sino leer historias; le quitaba las
novelas a Bernarda, la criada, cuando ella iba al mercado.
“El amor es un jardín de besos". ¡Oh, qué
cursi!", pensó Milagros recostada en la cama dispuesta a leer semejante libro,
propiedad de la empleada, a quien consideraba una persona inteligente.
−¡Milagros!
–gritó Dolores por el pasillo. Se escuchaba el ruido de sus zapatos de tacón.
La
niña guardó rápidamente el libro debajo de la almohada justo en el momento que
su madre entraba a la habitación.
−¡Madre!
¿Dónde va así vestida?
−Al
casamiento de Felicitas Guerrero, querida.
−Quiero
ir.
−No
estás invitada. Te contaré luego y si puedo te traeré unos dulces. No te
prometo nada.
−¡Mira
bien si se aman! –gritó Milagros.
−¿Qué?
Dolores
llevaba un vestido rosado que arrastraba una breve cola por detrás de la capa
gris, guantes del mismo tono que el abrigo y un collar de perlas negras con una
cruz de oro facetada.
Milagros
corrió a la ventana para observar cómo se subía al carruaje con su padre y se
iban a aquella fiesta que, aunque no era de su agrado, deseaba asistir. Al
menos, para observar o sentir qué se veía detrás de las máscaras, de las
palabras, de los gestos hipócritas y de los sueños pisoteados por aquellos que,
sin decirlo, manejaban las vidas de los inocentes y moderados.
**
Martín
de Álzaga y Felicitas Guerrero se casaron tres semanas después de que ella
cumpliera los dieciocho años, el 2 de junio de 1864.
En
la iglesia la esperaba toda la gente de alta alcurnia de Buenos Aires. Nadie
quería perderse la boda realizada en la iglesia de San Ignacio, en la esquina
del Colegio Nacional de Buenos Aires.
El
novio le regaló a Felicitas una suma importante de dinero. Lo cierto era que
ese caballero no resultaba ser ningún santo y traía bajo el brazo otra familia: mujer y cuatro hijos, pero Felicitas,
por el momento, no lo sabía aunque sospechaba que los hombres solían tener
amantes con hijos en aquellos tiempos.
Nunca
imaginó que su madre la arrastrara a semejante desdicha; se supone que ellos
desean lo mejor para sus hijos.
−Madre,
por favor.
−Acá
se hace lo que dice tu padre. Es por tu bien.
−Le
pido que interceda. Él es un hombre que me incomoda; soy demasiado joven,
parezco su hija. ¿No le parece injusto?
−Sí,
pero ya no queda nada por decir... Las órdenes son ésas. Tienes que obedecer a
tu padre. Él no es malo. Busca el bien de toda la familia y yo lo siento así.
Por eso me casé con Carlos José.
−¿Fue
por amor?
−Claro.
−Y entonces… ¿Por qué me obliga a semejante tortura?
Aquella
conversación quedó atrás cuando se escuchó la marcha nupcial y los novios
tuvieron que fingir. Álzaga estaba feliz. Felicitas era una joven bellísima que
todo caballero hubiera querido desposar, pero él fue el elegido. Se sentía
superior, con poder, jubiloso, ante las miradas sospechosas de quienes conocían
su vida y sus costumbres. A ella, la veían sacrificada, sin derechos,
desprotegida y aferrada a las leyes establecidas y arbitrarias. Nada bueno
podía salir de allí, pero las palabras se las llevan los vientos y los años. Después
todo quedaría sepultado por las décadas. Nada era tan efímero como saber que lo
que nos maltrata vuelve con más fuerza y se repiten las escenas para caer en el
olvido nuevamente.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario