Estancia "La Raquel" familia Guerrero 1894
Martín Gregorio de Álzaga no superaba la muerte de sus dos hijos. Su salud se deterioraba día a día. Estaba delgado y tembloroso, con la mirada distante y el alma en pedazos. Felicitas no podía hacer mucho, ya que llevaba sobre los hombros el dolor de madre. Sus padres se hallaban cerca, pero la vida era otra. Necesitaba recomponer cada minuto, cada hora, pero al ver a su esposo retrocedía meses. Es que no era un estímulo sino todo lo contrario.
En aquella casa que ahora parecía más grande y más sola, Álzaga falleció; se descompensó abruptamente y ya no pudo animarlo. La sangre le dejó de correr por las venas. Habían pasado tan solo quince días de la muerte del bebé. Tenía casi cincuenta y seis años, y una vida por delante que quedó trunca. Tal vez, demasiado tiempo vivido de golpe, atropelladamente, con poderío y resentimientos, con fracasos y mentiras.
Felicitas, la más bella de Argentina, tenía veintitrés años y había heredado toda la fortuna de su marido. Ella era víctima de un drama, y de las exigencias de una sociedad marcada por deseos ocultos y una ambición severa. Demasiada experiencia en tan cortos años, le daban un halo de misterio y de sofisticación, pero también la oportunidad de resucitar de ese letargo para vivir, para ser querida, para sentir la pasión y el romanticismo al alcance de los dedos.
Era muy pronto…
−Hija, ¿qué vas a hacer? ¿Me quedo un día para acompañarte? ¿Dos?
−No, madre. Soy fuerte.
Don Carlos prefería no escuchar. En el fondo, sintió una dicha rara, y eso lo movilizaba a perder la paciencia frente a los demás y escapar a su escritorio para seguir acaparando billetes entre las sombras.
−Parece mentira. No somos nada. Lo siento –le dijo don Aurelio en el cementerio a los Guerrero que parecía querer eludir saludos−. Si llueve es porque ha muerto alguien bueno.
El sol, acompañado las delgadas gotas de lluvia, caía sobre las cruces en vertical y las flores de los ramos seguramente se marcharían en dos horas.
El misterio con todo lo que tiene de gris frente a las sepulturas se diluía, se evaporaba, por la luz brillante que marcaba un sendero libre de llanto, nuevo.
Los carruajes fueron desapareciendo a la distancia, y sólo quedaron los ecos del pasado viviendo a medias entre el yeso y los brotes. Niños y grandes, juntos y abrazados, para contemplarse como quien ve a Dios, buscando la sanación para regresar, cantando romances de abril, y acariciando nubes, más allá, en otra dimensión.
“Algún día llegará el reino de los justos”
Los hijos de María Caminos recibieron dinero, pero no estaban conformes. Martín de Álzaga era millonario y exigían mucho más de lo que se les dio y que estaba estipulado, de antemano, por el dueño de las propiedades.
Carlos Guerrero, como vigía que era de la fortuna de su hija Felicitas, salió a defensor de su patrimonio y los derechos que tenía por ser la esposa.
Los hijos ilegítimos de Álzaga dijeron que la fortuna era cuantiosa, y que merecían, por lógica y por ley, más dinero.
−Nosotros también somos de la familia.
Fue así que Carlos Guerrero y Felicitas sumaron más dinero a la cuenta de los hijos de María Caminos para dejarlos conformes y para que no molestaran más con reclamos. En definitiva, Felicitas nunca se había querido casar con Álzaga; la obligaron, padeció grandes sufrimientos y, a pesar del corto tiempo, esas heridas marcaron hondamente su carácter. Creció de golpe, se transformó en una mujer con otra edad, con más huellas y más billetes, muchas estancias y cientos de pretendientes.
−Nadie sabe lo que sufro por dentro.
−Que no se note –respondió Carlos Guerrero−. Disímula como yo, ¡es tan fácil!
−Seguro, padre, usted sabe mucho más que yo –exclamó Felicitas sin rencores.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario