Aprender a ser feliz,
recuperar la tibieza del ser amado, la sensación de perderse en el tiempo…
Perderse… ¿Olvidarse quizá? Como la resaca del mar.
Qué difícil es darse
cuenta de la lejanía del hombre que creíste tu sostén y que, a pesar de todo,
permanece. Es sombra que no abriga, silencio que se repliega oscuro detrás de
la espalda herida, la mirada que lastima la piel.
Rebeca
no podía perdonar aquello que suponía… Era sólo una señal de alerta, pero para
ella se transformaba en una amenaza de peligro y sumaba un sufrimiento más a su
desgarradora vida. ¿Por qué? Su marido y su amiga. No podía creerlo, pero allí estaban ellos con
sus culpas disfrazadas tratando de huir de sus propios fantasmas interiores.
Mark
se acercó a Rebeca al verla tan solitaria y pensativa y la abrazó porque
necesitaba la contención de niña que le habían dado Sarah y él mismo. Wilson
era un hombre frío, superficial, que buscaba el goce de lo efímero y una vida
sin dramas ni responsabilidades. No estaba preparado para acompañar a alguien
en un tratamiento médico, era una carga que no quería o que no podía sostener,
como muchos que prefieren dejar en manos de otros sus propios problemas.
Engañar a Rebeca era otro tema y no tenía perdón.
‒Me
voy a la habitación. ¿Tú te quedas? ‒le preguntó Rebeca a su padre.
‒No,
me voy contigo. Estoy cansado de tanta bulla. Desde que falleció tu madre he
tenido una vida austera y ya no hay vuelta atrás. ¿Tú cómo te sientes?
‒Sabes
que no me gustan las reuniones.
‒Sí,
de niña y adolescente nunca quisiste fiestas de cumpleaños, ni bailes, ni el
alboroto de las amigas de tu edad que venían a casa en busca de tu protección.
Eres muy parecida a mí.
‒Lo
que ocurre es que ahora soy yo la que necesita el amparo de unas alas
abrigaditas.
‒¿Y
Wilson? Sé que es algo incapaz pero siempre te ha acompañado en todo.
‒Sí,
papá, él está a mi lado ‒respondió Rebeca con tristeza. No quería preocupar a su
padre con el desliz de su marido. No valía nada como hombre como para darle
importancia.
Mark
despidió a su hija en la puerta de su cuarto y se fue para el suyo. Cuando
entró, después de comprobar que alguien había forzado la cerradura, se encontró
con Alan revolviendo sus cosas.
‒¡No
puede ser! ‒gritó el anciano ante semejante atropello.
‒¡Abuelo!
‒¿Qué haces acá? No puedo creerlo, me persigues hasta el fin del mundo. ¿Qué buscas? ¡Sabes que me tienes cansado! Si no fueras mi nieto te mandaría preso. ¿Quieres matarme? Hazlo porque no te soporto más.
Mark
quiso abrir la puerta para llamar al encargado pero Alan se abalanzó sobre él,
le dio un empujón y huyó sin ser visto. La maleta que tanto deseaba no pudo
robarla porque Mark la había ocultado detrás de un ropero que disimulaba una
viga de madera. Él cuidaba ese tesoro más que a su vida y lo escondía hasta de
su propia sombra. No imaginaba que Alan tenía intenciones de llevársela,
pensaba en otra cosa. Tal vez, encontrar dinero en algún bolsillo, llevarse su
reloj o alguna otra pertenencia de valor. Se levantó como pudo y se miró al
espejo; tenía una herida en la frente ocasionada por el golpe que se dio contra
el borde de una silla. Sentía un vacío diferente, la pena que el peso de los
años arrastra como un surco en el corazón más que en la piel.
La
tripulación hablaba en voz alta; iban y venían con inquietud, con
incertidumbre. Hacía como tres horas que el sol se había ocultado en el mar.
El camino de la
virtud está cruzado de dificultades, de tormentas, de zonas oscuras… Al final
del camino está la luz y el camino es largo…”
M.Ruiz Guiñazú
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario