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La abuela francesa (El malón-2da parte)

 

Los lugares quedaron despoblados porque la gente huía al campo para escapar de la contaminación del ambiente. El doctor Francisco Riva fue el que más se destacó por su heroica actuación.

En uno de esos carros, rodeada de un jaleo que paralizaba los sentidos, subió Francisca, Juan José y sus hijos con dirección desconocida.

La diligencia recorría arterias sin empedrado y escondidas entre árboles centenarios, las casas de fachadas relucientes eran el blanco seguro de pillos y rateros que deambulaban por los sitios residenciales, por las tiendas y los hoteles.

En el trayecto, Francisca veía los espacios de campiña labrantía y los trabajadores curtidos la miraban pasar displicente. Resultaba lógico que ése no era el paraíso que alguna vez proyectó en los sueños. ¿La vida urbana hubiera sido mejor?

 

Las compañías inglesas les entregaban a los inmigrantes una parcela de ochenta hectáreas para formar colonias; la mayoría eran suizos y franceses. A ellos les tocó al sur de un pueblo, sin gloria ni monumentos, carente de poderío, que veía pasar los días en los terraplenes; estaba situado a diez kilómetros del curso de un río.

La vivienda era confortable, con varias habitaciones y techo de tejas; también les proporcionaban los víveres y los arados con bueyes y manceras, ya que debían pagar el terreno con su faena.

Francisca y Juan José tuvieron que acostumbrarse a realizar las tareas en forma manual como los labradores de la zona. Para ello era necesario descubrir hasta dónde llegarían tratando de recobrar la memoria al final de la jornada entre cuentas y papeles, con el lápiz en la oreja y las gafas en la punta de la nariz.


Una tarde, escucharon que se acercaba un malón…

El miedo se apoderó de la familia ante los enemigos. Dios envió una repentina lluvia que fue tan bienhechora que purificó los sembrados y acrecentó los ánimos, los indios tomaron otro sendero.

De allí en más, se enteraron de que los aborígenes llegaban de todas partes para quitarles los cueros de ovejas y matar inocentes. Tuvieron que construir una fosa y hacer guardia de noche para defenderse de los ataques; al mismo tiempo, cavaron pozos y les colocaron cadenas que anunciaban la llegada de los nativos.


Para el período 1868-1874 fue designado Presidente de la Nación Domingo F. Sarmiento, durante cuyo gobierno finalizó la guerra con Paraguay. Tuvo que soportar la tenaz oposición de los partidarios de Mitre pero, aunque había subido sin el apoyo  de un partido propio, logró terminar su período presidencial.

Francisca hubiera querido que sus hijas  asistieran a un colegio para completar los estudios; tuvo noticias de que en Rosario abrió sus puertas la escuela Normal de Maestras dirigida por S. Coolidge, una docente norteamericana traída por Sarmiento.

Melanie tenía condiciones para convertirse en una educadora modelo. Ya había cumplido dieciocho años y el espíritu de la poesía rondaba por su alma y exteriorizaba , a menudo, las vibraciones que surgían de un corazón solitario propenso a la melancolía.

Era alta, morena, impetuosa y de movimientos ágiles; no se dejaba manipular por nadie hasta el punto de que ella misma tomaba las decisiones. Sus ojos, de agudo mirar eran altamente emotivos, casi como si hablaran. Su debilidad era la escritura y amaba a esas personas que, de un momento a otro, eran capaces de hacer resonar las fibras fuera de esa realidad que los encasillaba. Quería ser libre para elegir un camino diferente.

En su mesa de luz había libritos de rimas y en el papel:

 

En una estrella, el son de las arpas

albor profundo, fulgor desesperado,

es un rumor de viento entre las hojas,

es aire que sale de la nada…

 

Todo era tan verdadero que resultaba obvio; ella crecería al abrigo de la Pampa Gringa y a merced de un destino que trazaba huellas obligatorias. Melanie era distinta, porque tenía demasiada fuerza en su interior para malgastarla en las tareas hogareñas. El mundo le atraía pero sabía que existían límites y una historia escrita que debía cumplir al pie de la letra.


Su entorno aburrido la obligaba a buscar guerra en los libros. No era religiosa ni predicadora pero creía en un Dios llamado Juan José que le marcaba los pasos con veneración cristiana por esa tierra hollada que más tarde llegaría a amar tanto como a sus versos.

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