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La abuela francesa (Melanie y Rodolfo-2da parte)

  



Después de mirar la vidrieras muchas horas, regresaron al hogar con las compras hechas y el espíritu festivo. Melanie guardó, entre los encajes de su vestido de ceremonias, un libro que compró a escondidas de su madre: La dama de las camelias de Alejandro Dumas (h). (La novela que trata sobre la vida de una mujer perdida que se regeneraba con el abandono y con la muerte, fue censurada durante el período autoritario, pero el autor tuvo una visión militante y activa en su carrera y la defendió hasta el final).

La granja estaba preparada para el casamiento con la hacienda de campo cercada a la altura de la casa de labor y establos. Habían colocado una mesa más larga que ancha con su respectiva piedra consagrada, rosas blancas y alfombra de tejido de lana colorada.

Las hermanas de ella guardaban su sitio principesco mientras los esposos eran los anfitriones en ese agasajo de lugareños y trotamundos.

El perfil agreste de algunos campesinos se tornó lívido ante la veracidad de los hechos cuando la novia entró del brazo de Juan José, pues muchos de ellos la habían deseado de lejos como quien ve un diamante detrás del cristal de un escaparate.



             Melanie parecía Isabel de Baviera (Sissí) esposa del emperador Francisco José; era una aparición tan irreal como bendita. La mayoría se quedó muda del asombro al ver a la joven que los miraba con una pacífica sonrisa.

El vestido tenía ruedo irregular y cola; en los extremos desde la cintura llevaba una cascada de pimpollos que finalizaban en un moño. Las mangas eran amplias y el escote algo profundo; en la cabeza una corona sostenía el tul bordado de encaje chantilly.  Su perfume se llamaba Vera Violetta y el autor era la firma francesa Roger et Gallet.

Rodolfo fue el esposo ideal, tierno y generoso. Amó de ella su debilidad ante los afectos y la potencia para lidiar con las dificultades, la sensibilidad de una persona enérgica, los sueños de poetisa y las pilas de libros en el desván. Vio herrumbrarse las ansias de recorrer el mundo ante la dulzura de una vida dormida junto a la mujer más maravillosa que conoció jamás.

La finca con quinientas cuarenta hectáreas que pertenecía a Rodolfo los esperaba después de la luna de miel. Era loable el esfuerzo que Melanie hacía para salir adelante en el nuevo hogar; la vehemencia que tenía era propia de alguien de una gran entereza espiritual y física. Ella continuaba defendiendo la hacienda y los sembrados que atestiguaban, de manera clara, la abnegación de una dama solitaria. En ese tiempo llevaba luto porque su padre, Juan José había fallecido.

Jamás sintió un dolor tan mortífero cuando su hermano Armand le contó lo sucedido ese día. Fue un golpe inesperado y el peso de los años se le vino encima. Recordó la mudanza del valle de Suiza, desde Vauderens Canton de Fribourg hacia Francia, los bosques de pinos, hayas y encinas, los glaciares y el clima frío en las alturas. Luego el muelle repleto de personas, la descortesía de los gendarmes en el puerto, un café visitado por Napoleón Le Procope, fundado en 1868, la zona de St. Germaine-des-Prés con su red de callejuelas medievales.

Melanie no quería crecer; la ausencia del progenitor la convertía en niña; sin embargo, los hijos más pequeños le hicieron ver que eran su revoltosa descendencia y que debía abandonar ese pasado aunque nunca olvidara aquellos afectos.

La muerte de Juan José envejeció a doña Francisca quien añoraba los momentos de felicidad con su esposo cuando llegó a América, el tedioso viaje en barco y un millón de anécdotas melodramáticas. A menudo desordenaba el baúl, miraba los trajes y corbatas y derramaba un mar de lágrimas sobre las bolitas de naftalina. Ella desviaba el presente sin hallazgos porque se aburría muchísimo, tal vez quería liquidar el tiempo y acercar la hora de la despedida para reunirse con Juan José del otro lado de la senda. Francisca era una persona sin gobierno porque ya no le complacían las diferencias; le daba igual explorar el gallinero, ver a los nietos o juntar las naranjas.

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