Felicitas fue a su cuarto y sacó un baúl pequeño, un cofre, donde tenía joyas; las envolvió con un pañuelo y se las dio a Pelayo que se fue tranquilo con su aspecto engreído frente a la familia y a los peones que no se atrevían a abrir la boca. Nadie entendía nada.
‒¡Desgraciado!‒dijo doña Emma desde una ventana.
Estaba sentada en su silla de ruedas envuelta en un sopor de nieblas, pero todavía guerreaba contra el mundo; su palabra era un estandarte esculpida por su desfallecida memoria.
‒¿Cuándo vas a decir la verdad?‒le dijo a su hija cuando la vio entrar rumbo a su cuarto con lágrimas en los ojos.
Buenas y Santas...-Los hijos olvidados
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