jueves, 2 de junio de 2022

Buenas y Santas...-Los hijos olvidados (Cap 2 Astuta y rebelde, 2da parte)

 



‒Perdón.
‒Ya  verás cuando lleguemos a la casa‒le dijo doña Emma por lo bajo‒. Me las pagarás todas.
‒Tú me las pagarás‒dijo Felicitas en voz alta.
‒Oh, mil disculpas.

Don Simón y su esposa Ángela no sabían qué decir ante ese espectáculo dantesco.
‒Pasen a la sala, por favor, adelante.
Raúl era un hombre de mediana edad, de complexión recia, ancho de espaldas, de mirar osado. Vestía el traje propio de los señores de alta sociedad: gemelos de campo pendientes de una correa y sombrero.

‒Mucho gusto‒le dijo a los presentes.
A Felicitas parecía que la lluvia la había azotado en algún bosque de enanos.
Raúl estaba impaciente; se notaba que sabía muy bien el plan urdido por sus padres.
‒¿Qué te ha pasado en el camino?‒le preguntó a Felicitas como para calmar los ánimos.
‒Es que no tengo nada de señorita fina, me agobia ponerme estos trapos.
‒¿Y cómo te vistes?
‒Como hombre‒contestó con desparpajo.
‒¡Niña! ¡Por el amor de Dios! Calla de una vez.

El ambiente era de pesadilla. Doña Emma hubiera querido que la tierra se la tragara. Nunca le perdonaría a su hija el mal momento que le estaba haciendo pasar.
‒Para el que posee toda la riqueza, estas galerías deben ser tristes pero yo que vivo en las tinieblas sé lo que es la felicidad de ser pobre.
‒Qué dices… qué has tomado para hablar así.
‒Pasemos al comedor‒dijo la dueña de casa que no sabía cómo salvar la situación. Bernardino y don Simón ya estaban sentados a la mesa tomando algo y tratando algún tema rural de esos que apasionan a la gente de campo. A Raúl se lo notaba contrariado igual que a doña Emma y Felicitas parecía ebria pues sus ojos brillaban como achispados. Iba descalza: sus pies denotaban familiaridad con el suelo, con los charcos y los abrojos.



‒Parece que la inundación se llevó parte de la soja‒dijo, de repente, don Simón.
‒Todavía algo se puede rescatar. Este año hemos sufrido desastres climáticos irreversibles, pero por suerte tenemos toda la cosecha asegurada.
‒Nosotros algo también pero uno se tiene que morder los labios de impotencia frente a las inclemencias del tiempo.
‒Siempre ha sido así, don Simón.
‒¿Y tú qué sueñas para tu vida?‒le preguntó doña Ángela a Felicitas.
‒Dicen que yo no sirvo para nada. Soy una vagabunda.
‒¡Nos vamos!‒respondió, con énfasis, doña Emma‒. Muchas gracias por todo y disculpen las molestias ocasionadas.
‒Pero si todavía no han servido el postre.
‒Nos retiramos, don Simón. Le pido mil perdones. Ya tendremos oportunidad de hablar.
‒Gracias por la visita‒dijo doña Ángela.

Raúl no sabía qué pensar de la situación, era obvio que la niña Felicitas estaba actuando y eso le causaba simpatía. Se la veía bella a pesar de su rudimentario atavío y de la libertad de su pelo suelto. Su elegancia era salvaje y no vagabunda.
‒¡Qué muchacha tan malcriada!‒dijo doña Ángela cuando se quedaron solos.
‒Yo diría astuta‒contestó Raúl.
‒Rebelde y sucia.
‒No, para mí inteligente. Pienso que les dio una lección a todos, especialmente a la madre.
‒No me gusta esa jovencita‒dijo don Simón‒. Yo creo que no sirve más que para estorbo.


En el auto, Felicitas no hacía otra cosa que reír y doña Emma estaba a punto de colapsar de furia e impotencia. Bernardino, quien conocía demasiado a su hermana, sabía que con ella no se podía jugar y que, en el fondo, la comprendía, aunque le daba pena haber llegado a esos extremos. No era necesario. Seguramente, el pueblo no se cansaría de hablar de ellos como si fueran seres embrutecidos, sin escuela ni modales. Entre las malicias y las sutilezas, con ignorancia y rusticidad.

‒Qué vergüenza‒murmuraba doña Emma.
‒Robar es una vergüenza‒contestó Felicitas con ironía.
‒Mira Bernardino en qué se ha convertido tu hermana, una joven intelectual, de buena familia y de principios.
‒Yo creo que ya es una mujer y que debe ser respetada como tal.
‒¡Qué! Ahora la defiendes. Siempre dijiste que era caprichosa y que se notaban sus indicios de rebelión, pero que no había que preocuparse. Mira las diabluras que hizo…
‒A los ricos les gusta farolear porque están llenos de vicios y pecados.
‒¡Basta!

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