A.Linch |
Felicitas se despertó a mediodía. Remedios había entrado a la habitación para ver si se había levantado porque estaba preocupada. Jeremías apareció, silenciosamente, con una taza de té y un montón de cartas sobre una bandeja antigua china de Sèvres. Remedios descorrió las cortinas de raso color lavanda, forradas en lino blanco, que colgaban del ventanal.
‒¿Qué hora es?‒preguntó Felicitas.
‒La una.
‒¡Qué tarde!
Por el pasillo, el criado se encontró, de repente, con el capataz que le preguntó por Felicitas. Se lo notaba angustiado, visiblemente pálido.
“Qué hace aquí Antonio”, pensó Jeremías.
Felicitas, mientras tanto, comenzó a abrir las cartas. Contenían las cosas de costumbre que tanto entusiasmaban a doña Emma: tarjetas, invitaciones a tertulias, programas de conciertos, notas corteses de algunos amigos de Bernardino y una misiva que parecía aterciopelada de Raúl, el hijo de don Simón. La abrió y comenzó a leerla… Su cara dibujaba una sonrisa. Desde la puerta, entre las sombras, detrás de un biombo de cuero bordado estilo Luis XIV, el capataz la miraba con atrevimiento.
De pronto, el reloj dio dos campanadas y Antonio, por el susto, huyó… En realidad, doña Emma, en su paso errante por la casa, lo alcanzó a ver salir apresuradamente por la puerta de la cocina.
‒Remedios tendrá que rendir cuentas. ¿Qué significa esto? El capataz entra a la estancia como si fuera de la familia. Estas niñas ya no tienen respeto por los patrones.
Doña Emma cerró las puertas. Para ella era un signo de la ruina a la que algunos hombres conducen sus almas. Pierden la educación y las mujeres la dignidad.
‒No quiero ver a Antonio por acá. ¡Me oyes!‒le gritó a Remedios que la miraba con asombro y con el delantal a medio camino.
‒¿Vino Antonio?
‒No te hagas la mosquita muerta que yo lo vi cómo escapaba entre las sombras.
Es que nadie se había dado cuenta de que algunas tardes un rostro de hombre aparecía tras los cristales de la sala; era curtido y de pelo oscuro. Parecía un sepulturero o el sacristán de la iglesia.
‒Hay que sembrar las patatas‒dijo Atilio.
‒La huerta ya está lista‒contestó Bernardino con cierta tristeza.
‒¿Qué te ocurre?
‒Me siento un poco aburrido por la rutina; los días pasan como soldados ciegos y torpes. Parezco un viejecito de ochenta años que ya no espera nada de la vida.
‒Hermanito, necesitas un amor. ¿Qué les pasa a todos? Me quieren dejar solo. Tal vez, no te vendría mal alguna chica de vida fácil para pasar el rato.
‒¡Eso nunca!
‒Bueno, no te enojes. Sé que eres muy formal. Ya encontraremos a una bella dama‒contestó Atilio con cierta ironía, como riéndose de su hermano‒. Perdona. ¡Cuánto trabajo por hacer en la estancia y a mí que me gustan las relaciones sociales!‒bromeó.
Remedios fue a buscar a Antonio a las caballerizas. Él era un hombre del que cualquier mujer podría llegar a enamorarse. Era apasionado y hablaba con demasiada convicción de aquello en lo que creía. No era muy alto, más bien flaco, de hombros anchos; de piel morena y pelo negro. Usaba barba recortada. Lo que más impactaba eran sus ojos oscuros: expresaban indiferencia y calidez al mismo tiempo.
‒Dice doña Emma que entraste a hablar conmigo a la casa. ¿Por qué no me avisaste que ibas a ir? Nos hubiésemos encontrado en otro lugar; a los patrones no les gusta que los sirvientes traten sus asuntos en los alrededores de La Candelaria.
Buenas y Santas... Los hijos olvidados
Buenas y Santas... Los hijos olvidados
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