Emilio bebía la sangre de los histriones, se identificaba con ellos, y creía escuchar sus voces nómadas tras la cancela de su prisión. El libro se lo había regalado su tío con una perorata de palabras, que casi no podía pronunciar, porque el egoísmo roía esa piel sin huellas interiores de algún vago sentimiento.
En el litoral sobre el Río de la Plata y el Océano Atlántico, se veían las costas recortadas y ciertas zonas de médanos y dunas.
Unos trescientos pavos reales, algunos azules y otros blancos, vivían en una granja de Sierra de los Padres, donde se movían entre gallinetas de Guinea, perdices griegas, patos mandarines y ciervos.
A diecinueve kilómetros del establecimiento, en Mar del Plata, la casona de Emilio, con patio de superficie angulosa, se encontraba situada en una esquina frente al Ente Municipal de Turismo. Era una pensión para estudiantes y llevaba un nombre en letras doradas sobre el marco de la puerta: Alfonsina-1938.
Emilio igual que la poeta se sentía excluido; ser diferente era un pecado que debía pagar con lágrimas y más sangre, como lo fue también en otra época ser madre soltera. Alfonsina, al saber que se encontraba enferma, involuntariamente se convirtió en un mito cuando se suicidó dejando que las olas se la llevaran en su viaje al paraíso de las madréporas.
Hacía mucho frío. La lluvia parecía nieve derretida y el lugar estaba cubierto de agua hasta el borde de los maceteros. A lo lejos, se escuchaba la sirena de El Serrano, un tren de pasajeros que circulaba por las vía férreas con la lentitud de una mula de carga aproximadamente a las siete y media.
La familia ensayaba el primer acto de la tragedia e intentaba resolver juicios inacabados contra el orden natural. Eran demasiado hipócritas pero necesitaban de las apariencias.
La casa, grande y antigua, tenía un pórtico donde descansaba un gato pelirrojo que odiaba los ratones y los pájaros, sólo cazaba grillos, posaba para las fotografías y cerraba los ojos en todo momento. Las paredes estaban adornadas con farolitos de puerto que iluminaban la sala donde un estuche de violín se destacaba sobre la blancura de una carpeta tejida al crochet por la abuela Guillermina; los muebles eran clásicos y había láminas de copias recortadas de Salvador Dalí, cuyas imágenes oníricas demostraban el método que él llamó paranoico-crítico. El pintor se creó una máscara para enfrentar la vida; fue un débil que se construyó artificialmente una personalidad de hombre enérgico y extravagante.
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