Emilio pensaba como Dalí y aquella mujer Gala, controvertida y enigmática, que lo ayudó a calmar sus ansiedades sexuales y lanzarlo hacia el éxito, tendría que aparecer a cualquier precio aunque le costara otra batalla más.
La mesa se hallaba preparada con un mantel color bordó y azul, cubiertos de alpaca y tazas de cerámica que la abuela Guillermina, mientras estuvo presente, cuidó igual que un tesoro. Todo se hallaba dispuesto para el desayuno en esa pensión que olía a aguardiente madurado en toneles de roble.
Emilio esperaba en su habitación y sus tíos Roberta y Laurentino permanecían aún en el patio tomando mates. En la morada, una guarida con tutela, había simulacros de demencia, la que persigue a las catástrofes para defender la libertad contra la hostilidad del mundo: espacio limitado para personas diferentes con pobreza física, esclavos de su raza, cultura o religión.
Emilio no aceptaba su situación de lisiado desde el tiempo de la guerra en donde murieron trescientos veinticinco argentinos. Constantemente recordaba El HMS Conqueror que salió del Reino Unido en 4 de abril de 1982 y el ARA General Belgrano que zarpó de Ushuaia.
Los padres de Emilio fallecieron en un accidente de auto cuando él tenía quince años. Siempre vivió solo pero cuando regresó de Malvinas se fue a la casa de sus tíos. El soñaba, a menudo, que llevaba una faca: cuchillo grande y con punta; lo tenía envainado para defenderse de algún adversario que intentara viciar su aire con la corrosión de su andar monárquico.
Su tía adoraba el dinero con un amor místico; parecía un mochuelo al borde de un precipicio. Tenía la mirada huidiza y sólo era feliz con dinero en las manos. Al tío Laurentino, dueño de un almacén heredado de su padre que tuvo que cerrar por falta de clientela, lo desairaba la realidad y las limitaciones; no podía desenredarse del ser egoísta que llevaba dentro. Ambos estaban dispuestos a vaciar los tesoros ajenos para vengar sus necesidades: la indigencia, la falta de oportunidades, la misma marginación y su avaro descontrol.
Emilio creía mucho en Dios; la fe lo acompañaba en las tardes cuando sus recuerdos de corsario le devoraban las neuronas.
Permanecía absorto en los pensamientos como quien lee sus ideas a través de un cristal cuando escuchó una voz:
‒¡A desayunar!
Agobiado por la rutina en esa mañana de junio, Emilio Torres salió de su cuarto manipulando, con la torpeza de siempre, las ruedas de su silla. Él y todos sabían que debía buscar ayuda en una empleada pero no miraban los avisos clasificados porque decían que no había dinero para pagarla. Era cierto, vivían comiendo carne picada mezclada con harina y leche rebozada en clara de huevo y pan rallado todos los días.
El soldado, que había visto de lejos cavar durante semanas pozos de zorro en aquella contienda, se presentó en el comedor. Frente a él, se encontraban sus primas: Graciana, Nicola y Josefina. La última era viuda, de gestos amargos y alcohólica; las otras malgastaban ese aire despectivo de niñas millonarias, sin un centavo, con actitudes arbitrarias producto de su educación inveterada.
Emilio permanecía con la cabeza baja mirando la alfombra que cubría el piso debajo de la mesa. Siempre humilde con el temor de no hallarse en su lugar y de tomar más de lo que le correspondía, pusilánime y esperando órdenes. Sentía que no merecía nada y que solamente debía sacrificarse para conformar a los demás. Demasiada responsabilidad y hastío era cargar con él y su desgracia. Emilio, un objeto que se cargaba con pilas, podría ser reemplazado en cualquier momento por otro más útil.
La verdadera soledad es no tener con quien refugiarte, a pesar de estar con alguien.
Fernando Zuber
Con la timidez de una persona expuesta a los reclamos más inverosímiles, les comentó a los tíos que necesitaba una persona que lo atendiera en sus necesidades mínimas. No quería ser una carga.
‒¡La plata no alcanza, son demasiados los gastos!
‒Es que no puedo manejarme solo ‒respondió Emilio con un dejo de tristeza ante la incomprensión de su familia.
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