El 18 de febrero de 1516 Catalina de Aragón dio a luz a su
quinto hijo, una niña y la llamaron María. El cardenal Wolsey fue el padrino de
bautismo y Margaret, condesa de Salisbury, la madrina. Las celebraciones
resultaron ser menores pues se esperaba un “príncipe”; sin embargo, la niña
creció feliz y fue el motivo de las esperanzas familiares. Tuvo varios
profesores bajo la supervisión de Catalina, uno de ellos fue el humanista Juan
Luis Vives.
El tiempo pasaba rápidamente y Catalina envejecía; tuvo
otro hijo que nació muerto sin saber las causas exactas porque la mortalidad
infantil era moneda corriente, aunque se comentaba que era probable que la
toxemia y alguna afección renal no habrían llevado a buen término aquellos
embarazos.
La reina engordaba y Enrique VIII veía cada vez más lejano
el sueño de ser padre de un hijo varón. Ya no le importaba el matrimonio y los
lazos que lo unían a Catalina: la reina piadosa. Descuidaba sus deberes
conyugales por otra dama de la corte que fue llevada al palacio por la reina
francesa Claudia. Isabel sospechaba los pasos de Enrique porque lo había visto
mirar a alguien muy especial de pelo oscuro que cruzaba, por las noches, las
galerías con una bandeja de plata. No era muy bonita, pero su andar sin brújula
era etéreo igual que su túnica; parecía un ángel algo siniestro, hechicero y
seductor.
Catalina de Aragón subió a un carruaje; iba vestida con un
traje de armiño, regalo de Enrique. Ya tenía más de treinta años y su aspecto,
tan bello en su juventud, dejaba traslucir el sufrimiento de una vida castigada
por el infortunio. A pesar de eso, seguía siendo la soberana culta y digna, la
humanista ferviente y la religiosa que dedicaba su tiempo a hacer caridad con
los necesitados.
Isabel Law la quería muchísimo y sospechaba que esa
bondadosa mujer iba a ser humillada una vez más. Cuando la vio partir, se
marchó por el pasillo espejado de estatuas y cuadros de Sandro Boticcelli hasta
el ventanal que daba a la parte frontal de la residencia. Isabel miró el
paisaje, las casas de ladrillo de fachadas altas y estrechas que se conservaban
desde hacía siglos. Siguió su camino sin importarle la magnificencia del lugar
y el respeto que debía tener pues, a menudo, se notaba su impertinencia. Cuando
pasó frente a una de las habitaciones de las damas, escuchó ruidos y vio que la
puerta estaba entreabierta. Se aproximó… Enrique VIII estaba rendido ante los
encantos de una de las señoritas de la corte de pelo oscuro y mirar de lince.
Era la primavera de 1526, el rey se enamoró de Ana Bolena y
de sus ojos negros.
Isabel sintió vergüenza y huyó por la escalera
aterciopelada; pensó que aquello no era un espejismo. Frente al portal,
abrazada a las imágenes aladas que surgían desde los lirios, cayó rendida por
un sopor letal que afectó su raciocinio. Sumergida en el ilusorio tiempo de lo
sobrenatural, con una congoja parecida a la herida de un puñal, se desmayó de
súbito.
Al amanecer, el mundo la encontró fría rodeada de un hielo
rocoso y atrapada por insectos y murciélagos. Un gallardo caballero la levantó
del piso. Isabel se apartó bruscamente de ese hombre porque estaba en falta.
Todo la hacía sentir culpable porque no podía resistir el roce de una mano
masculina que no fuera la de Auguste; experimentaba sensaciones extrañas en su
cuerpo como si estuviera cometiendo el más terrible pecado.
Enrique se acercó para recibir a Jacobo IV de Escocia.
Isabel salió corriendo rumbo a la casa; pensó en la noche que él habría pasado
con esa mujer y se estremeció porque creyó que, quizá, el rey la habría visto
observando desde la puerta.
Enrique VIII y Jacobo IV hablaron de las controversias de
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