4-LA LIBERTAD DE DOLORES
Enojarse con Dios…
Guillermo
ocultaba la carta, la de Clara Franch, la que encontró en la torre del
monasterio junto al revólver de su padre y a los huesos roídos de aquella
mujer. Las líneas borrosas y casi ilegibles decían que ella había sido la
asesina y que había matado a Salvador Ferrer para vengarse de la soledad a la
que la sometió, ya que después de abandonarla, casi en el altar, Clara no se
había vuelto a enamorar. Se quedó cuidando a sus padres ancianos hasta que
fallecieron, y luego comenzó a vagar por las calles del pueblo, enigmática y
fantasmal, buscando consuelo en su llanto, intentando reconstruir su vida junto
a Salvador. Como no pudo hacerlo de una manera normal, lo que planeó fue el
tormento indirecto, insospechado y fantástico, el que nadie cree, el que parece
una ficción.
Guillermo
la veía siempre rodeada de mascotas, etérea, delgada y con los huesos como
sables que asomaban entre los trajes de novia que usaba. Siempre vestida de
blanco, pero sus pensamientos eran oscuros. No con él, parecía amarlo. Por eso
el joven sacerdote creía que era su madre. Aunque pensaba, muy en el fondo, de
que Salvador y Clara no se habían vuelto a encontrar después del casamiento
formal con Dolores. Ahora esa carta podría traer un poco de luz a la
encrucijada en la que se hallaban inmersos.
−¿Y
mamá? –le preguntó a Roberto.
−Sigue
detenida. El abogado es un inútil. Hasta ahora no ha podido hacer nada.
−Ella
lo mató. ¡Pobre papá!
−¡No
fue! ¡Mintió! –gritó Roberto−. Lo hizo para salvarme porque cree que fui yo.
−¿Fuiste
tú? –preguntó Guillermo−. Confiesa. Yo soy un sacerdote y sabes que no hablaré.
Si me lo cuentas en secreto de confesión
nadie sabrá jamás lo que me confiaste.
−¡No
fui! Yo no lo quería a papá porque me prohibía todo. No me daba una cuota de
confianza. Necesitaba dinero y me obligaba a trabajar, quería hacerlo en su
negocio y me enviaba a buscarlo a otro lado. No me prestaba el auto. Siempre
estábamos peleando.
−Lo
sé. Yo era niño, pero lo recuerdo bien. Tú tampoco ponías voluntad y siempre lo
contradecías; no querías estudiar. Papá era un hombre muy formal y pedía lo
mismo a cambio.
−Bueno…
a los hijos hay que quererlos como son. ¿Acaso a ti no te tuvimos que aceptar
como un cura? ¿Crees que a mamá le gustó?
−No,
sé que no.
−¿Entonces?
−Todo
eso no justifica una muerte. Nada, absolutamente nada, la justifica.
−Papá
se suicidó –dijo Roberto para salir del paso ante el interrogatorio y los
reproches de Guillermo.
−No
sé. Todo es muy confuso y nunca se va a saber bien cómo fue y quién estuvo con
él en el momento atroz de la despedida. ¡Dios querido, padre de todos los
santos! No quiero imaginar ese día o noche en que papá se vio acorralado por su
victimario. Debe haber sufrido, llorado, pedido perdón… Tal vez…
−¿Pedir perdón? ¿A quién?
−Al
que lo sometió a las sombras, al asesino. Mamá tampoco lo quería y le hacía la
vida imposible; pensaba que sin él podría ser libre y ahora está en la trampa
que ella misma armó para deshacerse de sus propias inseguridades y locuras.
−Mamá
me protege, ya te lo dije. Se ve que los santos que te abrazan fríamente en tu
casa más lamentable todavía, no te permiten tener lucidez y te ciegan los ojos
y el entendimiento.
−¡No
seas irrespetuoso! ¡Tú, acaso, no consumes sustancias!
−Pero
no soy un cura.
−Yo
no tomo nada o ¿qué piensas?
−Que
bebes alcohol.
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