Fermín
se quedó mirándolo con el sombrero en las manos dispuesto a marcharse. ¡Qué
pobre se sentía! Conrado lo tenía todo: dinero, familia, hermanos y hasta una
novia bella y de excelente familia. Él, en cambio, debía acurrucarse en los
silencios de una casa inmensa, oír las voces fantasmales de los padres jóvenes
y sus peleas por dinero, los reclamos vacíos de doña Juana quien se sentía más
sola que él al estar rígida en aquel aparato rabioso que le provocaba furias
atemporales.
Así
era su vida, dinero le sobraba y también años. Ya estaba grande y se había
olvidado de vivir. Su madre había sido muy absorbente. Era su único hijo y lo
manejaba como quería. Él, para no oír sus quejas, obedecía.
−No
vayas al campo porque hace frío y después te pescas un resfriado. No traigas
amigos a casa porque me duele la cabeza. No vayas a la playa porque vuelves
enfermo.
De
grande, tuvo la oportunidad de conocer Buenos Aires nocturna porque doña Juana
quedó postrada por una quebradura, entonces Fermín, a escondidas y con la ayuda
de las enfermeras, salía y su madre no se enteraba de nada.
Iba
en la calesa mirando las calles solitarias. Se oían risas lejanas y eso le
trajo nostalgia. Pensó en un futuro gris con más sombras que el presente y la
reflexión lo devolvió a la realidad. Debía buscar una compañía. Su amigo
Conrado se casaba sin amor, él podría hacer lo mismo. Aunque alguna mujer lo
quisiera por dinero, ya no le importaba.
−Buenas
noches, señor –lo saludó la enfermera de turno vestida toda de blanco con una
cofia que le tapaba los ojos.
−¿Mi
madre?
−Hace
dos horas que está dormida. Lloró un poco y la conformé con unos dulces. Usted
sabe cómo es la gente grande cuando no se puede valer por sí misma. Se
transforman en pacientes sufridos y ausentes. A veces, lloran y otras gritan de
impotencia. Quisieran volver el tiempo atrás para ser los mismos y para detener
el tiempo. Hay que estar en su lugar.
−Lo
sé. Pero no crea que desde este lado no se sufre. Cada hora es una prisión que
se va haciendo más chica; los barrotes de hierro cercan, aprietan y quitan el
aire.
−Usted
no se preocupe tanto que para eso estamos nosotras. Salga y diviértase una vez
en la vida.
−Gracias,
ahora me voy a dormir.
−Hasta
mañana.
La
enfermera de la cofia no podía entender que una persona con tanto dinero no
fuera feliz. Le parecía que los billetes llenaban no sólo los bolsillos sino
también el alma.
Se fue a la cocina, se preparó un café y abrió el aparador donde había una torta de chocolate con dulce de leche que había preparado la cocinera y se puso a comer con placer. Eran las doce de la noche. Se oían coches pasar apurados y corridas.
“Seguramente,
algún ladrón de gallinas andará por el barrio, porque los cafetines donde se
pelean los cuchilleros están al fondo de la ciudad”, pensó despreocupada
mientras saboreaba el pastel.
−¡Mujer!
–se escuchó un grito.
Era
doña Juana que, desde la distancia, la llamaba. El cuarto en el primer piso
quedaba a kilómetros, por decirlo así, de la cocina y la enfermera tuvo que
tragarse rápido el postre para acudir al llamado de la anciana.
−¿Qué
sucede? –le preguntó asustada.
−¿Dónde
está mi nene?
−¿Nene?
−¡Fermín!
¡Quién va ser!
−Ah,
perdone. Durmiendo como siempre. ¿Qué necesita?
−Nada.
Quería saber eso. Gracias –dijo doña Juana y cerró los ojos.
“La paciencia es una
llama”.
Felipe Aldana.
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