Al otro día Isabel, con la cruz en las manos y completamente enajenada, se fue a visitar a su tío Baldomero Josuán que permanecía postrado hacía dos meses en la cama de su choza. Su cuerpo vegetal se debatía con rudeza y movilizaba las coyunturas de una manera desordenada y sin gobierno; era demasiado evidente la presencia del destino que podía dictaminar su partida ante la acechanza de una enfermedad sin precio. Sufría anemia falciforme por lo tanto no tenía fuerzas para combatir el mal. Matizaba las horas con plegarias eternas frente a la majestuosidad de un rey que lo observaba desde su cuevecilla celeste.
La manta le tapaba la punta de la nariz y los ojos no respondían a los gestos de su cara. Baldomero estaba muy grave.
En su memoria aparecían secuencias pasadas: la catedral de Venecia, el pastor José, el cangrejo azul de su colección de crustáceos y la malva para la medicina diaria. Su cerebro se esforzaba por recrear la figura de alguien que amaba pero al segundo de lograr el rastro todo se malograba. Necesitaba la custodia de aquel maestro, su doctrina de coloso caballero vencedor de dictaduras y mensajero de profecías.
Su cabeza llena de confusión recorría las murallas de una Babilonia perdida por los siglos, sabía de sepulcros y de templos, conocía a los príncipes sarracenos sucesores de Mahoma, pero la visión del magistrado de la vida se esfumaba en una calesa oscura que arrastraba un caballo blanco.
De repente, ya no pudo recorrer el inventario porque estaba a punto de morir. Isabel se acercó y le colocó la cruz sobre el pecho. Su porte de milord, castigado por la metralla de una afección mezquina, lo arrastraba al milenario mundo de las sombras y lo abandonaba en su criadero de insectos, caimanes y niguas. Las artimañas de los curanderos resultaron inútiles para ellos que, ante el pesimismo reinante, lo dejaron solo. Baldomero sintió una puntada que penetró en su esqueleto y levantó los párpados. Vio el sacrificio incruento de un clérigo que ofrecía al Altísimo el pan ázimo que los curas consagran en la misa, luego recitó el salmo cincuenta y, bajo la comunicación directa del alma con el éxtasis, lo miró fijo.
Era el apóstol Pedro que extendió las manos heridas por las puntas que hincaban sus huesos y derramaban la sangre en una dinastía de seres ávidos de poder.
Baldomero le sonrió a Isabel; por fin había logrado el propósito de ver y despedirse del misionero del altar pero la clemencia sobrepasaba los límites y la hermandad afloraba en lazos de visible ingenuidad.
El santo movió las cuerdas de su reloj de gatillo antiguo y se refugió en la solemnidad de las capillas de los llanos pobres, en los monasterios como mozo que servía de criado, en los escenarios de las aldeas pobladas de campesinos libres en busca de legados… Prelado en Galilea, vistió su túnica dorada y fue penitente en las procesiones de Semana Santa.
Al día siguiente cuando Isabel regresó a la choza, Baldomero ya se había ido. Se llevó las ropas y ese objeto sagrado. Isabel se sintió desnuda porque algo le decía que estaba nuevamente en peligro.
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