7-BLAS ALDAO
−Hola
Genoveva. Qué bueno que viniste temprano –exclamó Nieves al ver a su amiga
entrar con arrogancia a la casa detrás de Tomasa quien le había abierto la
puerta.
−Vengo
de misa con mi madre que me está esperando en el coche. Simplemente, pasé a
saludar y a confirmar la hora de la tertulia de mañana. Toca acá en tu casa,
¿verdad?
−Sí,
amiga. Yo estoy encargando los dulces. Escribe Tomasa: tarta de frutillas,
budín de almendras y dulce de leche, flan con nueces…
Tomasa,
con los ojos entrecerrados, no tenía voluntad de nada y Genoveva, mientras
hablaba, miraba las escaleras.
−¿Te
ocurre algo? –le preguntó Nieves observando los gestos extraños de su amiga.
−No.
Me voy. Nos encontramos mañana a las cinco.
Conrado
la vio salir y ella le dirigió una sonrisa, pero no se detuvo. Nieves quien
observó aquella mirada inquisidora le reprochó a su hermano la falta de decoro.
Él era un hombre comprometido con una joven preciosa, no debía despertar
sospechas y caer en la vulgaridad de parecer un don nadie. Genoveva era un
mujer joven de alta sociedad, inteligente y honesta.
Nieves
le entregó la lista con los postres que Tomasa debía hacer en un día y se fue
al cuarto de costura.
−Mire
niño Conrado.
−¿Qué
es?
−Una
lista de comidas. Yo no voy a poder.
−Qué
te pasa, negrita. Le contaré a mi padre sobre ti para que te revise. Tal vez,
con una pastillita te sientas mejor. Yo todavía no puedo recetarte nada, no
tengo matrícula.
−¡No!
¡Doctores no! ¡No me gustan!
−Es
mi padre. Lo conoces hace muchos años.
−¡No
quiero que me toque!
−¿Quién
te va a manosear? –gritó doña Emilia que venía de la habitación a tomar el desayuno−.
¡Por favor, Tomasa! ¡Tú, sí, que eres ingenua! ¡Tantas veces te di consejos!
−No,
madre. No confunda las cosas. Ella no está bien de salud y yo le di el consejo
de que papá la revise para ver si le puede dar alguna medicación. ¿Usted es
siempre así de impulsiva para interpretar lo que escucha? –agregó Conrado algo
enfadado con doña Emilia, quien juzgaba a la gente por la primera apariencia.
−Bueno,
es que Tomasa tiene ese vozarrón. ¡Yo también estoy enferma y a mí nadie me
mira!
−¡Oh,
Dios!
Conrado
se fue al escritorio a estudiar para ir a la tarde a la facultad y Tomasa y
doña Emilia se quedaron solas en la cocina tomando el té. Algo en la atmósfera
perturbaba a la señora de la casa. Era el vicio, el aire turbio, el que
sospechaba y conocía. El que no quería ver. Se levantó y abrió una ventana que
daba al patio de invierno. Tomasa se arropó con un mantón y se ubicó lejos
junto a la puerta que daba al comedor.
−Si
abre ahí se va el calor de la leña –dijo.
−Es
que hay un vaho extraño, algo que me aturde y me inquieta. Creo que puedo
reconocerlo, pero no lo tolero. Levantarme y sentir esta bruma que me ciega es
como estar en el infierno. Tú no me lo cuentas, pero yo lo percibo, lo escucho,
lo palpo… Ay, amiga, crees que puedes engañarme con conversaciones inocentes de
medicinas y de malestares transitorios.
−No
la entiendo. ¿Por qué no cierra la ventana que entra frío? No me hable con
palabras difíciles que yo no tengo estudio. Lo sabe bien.
−No
se trata de escuela, Tomasa.
−¿Y
de qué?
−Acá
estuvo Genoveva del Campo. ¿Sí o no?
Andrés Rosas, primo de Elena, llegó a la casa de los Aldao con un coche nuevo que había adquirido el día anterior. Blas Aldao corrió a recibirlo; era el hijo de su cuñado y lo quería demasiado. No compartía sus ideas políticas, pero debía respetarlo. A veces, se enfrentaban y discutían acaloradamente, pero al rato se miraban y cada uno expresaba sus disculpas. Era de necios pelearse por ideas que al otro día cambiaban porque las diferencias existían desde tiempos inmemoriales, desde 1810.
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