Por la tarde, Isabel escuchaba de lejos, con los ojos
semiabiertos, los rumores de las palabras porque no había dormido por haberse
quedado a la intemperie. Le leía a la reina versos de Garcilaso de
Catalina, nerviosa, sentía que algo tortuoso iba a ocurrir
en su vida. Estaba distante, dormía mucho y lloraba porque el tiempo se le iba
de las manos. Quería estar sola y rezar; era demasiado inteligente para no
darse cuenta de la indiferencia y del abandono a la que la sometía el rey.
Recordó las últimas palabras de Buda:
“Cuando yo os falte,
os servirán de maestro las verdades y reglas que he establecido. Buscad sin
cesar vuestra salvación”.
Ella estaba segura que iba a dejar huellas, y que esa
salvación traería toda la paz que su alma necesitaba para seguir siendo la
reina de Inglaterra, aunque estuviese lejos y divorciada del rey.
La princesa María fue enviada a Ludlow, capital de la
provincia de Gales, como administradora titular del reino de Gales, al igual
que había sido trasladado Arturo.
Isabel, arrodillada, le pedía por favor a su amada soberana
que volviera a ser la de antes pero ella estaba tan transformada y deprimida, a
tal punto que ya no obedecía las órdenes del rey. No le importaba que fuera
censor de su conducta porque su inveterado carácter ya la había cansado. Sin
embargo, debía ser perspicaz porque en un arrebato de ira, él podía querer
sacrificarla con rudeza como a la mayoría que cometía actos impropios que eran
fustigados por los demás y luego por el mismo rey.
La mayoría pensaba que Catalina de Aragón iba a ser
trasladada a un convento porque Enrique quería anular el matrimonio; ella se
abandonaba a sus doctrinas sin escuchar consejos.
---Todo está en manos de Dios ---decía Catalina.
Isabel Law se retiró al atardecer. En una especie de patio
interior un centenar de ancianos estaban esperando al rey. Esas personas
temblorosas parecían ser antiguos hombres castigados, encorvados y dementes.
Uno de ellos la tomó de un brazo; llevaba puesta una caperuza oscura y sólo se
le venían sus ojos monstruosos. Ella se escapó…
En la calle, pasó primero por el mercado de frutas, por la
acrópolis y por la galería de perfumistas. Había sombras en las tinieblas de la
ciudad gris. Desde abajo, se veían las murallas que subían indefinidamente
igual que paredes de tumbas siniestras. La noche era impenetrable y esa niebla
la envolvía con sollozos que venían desde otros sitios a albergarse en las
tapias.
Isabel entró en una sala rectangular rodeada de arcadas.
Había cúpulas y vitrales en un tercer piso y ataúdes encadenados con
inscripciones doradas. Cada uno flotaba en la atmósfera. Escuchó pasos; se
acercaban los ancianos que arrastraban sus piernas como esclavos negros y
llevaban antorchas en las manos. Las respiraciones eran como murmullos de
animales jadeantes. Isabel se asustó pero ellos, sin mirarla, desaparecieron
entre las columnas y los féretros comenzaron a hamacarse con la brisa del mar
que los elevó despacio.
Auguste la vio entrar a la casa; su cara parecía no tener
conexión con el cuerpo helado y a punto de trastabillar.
---Dejadme dormir.
Isabel parecía prostituida, manchada, por algún diablo
callejero pero se hallaba mansa y miraba a Auguste desde sus ojos,
profundamente azulados, con ternura. Le pidió calor y protección.
---En el Cairo los muertos enterrados ---dijo---, durante el día
salen de sus tumbas, permanecen inmóviles y terminado el acto solemne vuelven a
sus sepulturas. Durante el siglo XV, el milagro fue narrado por los viajeros orientales.
Según las épocas, los resucitados son musulmanes, cristianos o egipcios. La
fecha del suceso varía casi tanto como el lugar. La resurrección se fija el día
Viernes Santo, aniversario de la muerte de Cristo, y a veces se alarga hasta
dos o tres semanas.
---¿Por qué contáis esto? ---exclamó el marido.
---Porque os he visto.
---No es el caso, mujer, pues los otros surgen de la tierra
enteros o por pedazos: cabezas, manos, piernas, pies… No se mueven los cuerpos
ni los miembros y luego son tragados por la arena.
---¡Borrad de mi memoria a los ancianos vaciados. Os he visto y son miles de ellos!
Isa se durmió enajenada. Todo era oblicuo a su alrededor,
caduco, porque no le interesaba la vida. Nada le importaba; estaba muerta y
respiraba todavía. Quizá los longevos milenarios la habían transmutado. El
borrascoso momento había enmohecido sus neuronas y la muerte cada vez la
buscaba para atestiguar a su favor. Podían ser fantasmas, encapuchados o viejos
terminales, siempre estaba allí y daba juramento porque simplemente merodeaba
por el siglo con la atrocidad de una armadura de hierro y el pérfido compás de
una guillotina.
El vallado existía y era una reja provisoria que oscilaba
según las circunstancias. Había mezquindad en los sitios fastuosos, pero
también en los suburbios donde los vagabundos estaban ulcerados por fuera y por
dentro. Era imposible mantener la cordura y no ser un satánico cadáver que
flotaba en algún riacho, bajo el lodo de quienes se atrevían a enjuiciar para
poder eliminar el objeto molesto. Lo importante era volver a la vida después
del mal, de las heridas y de las huellas del dolor. Con fuerza, enfrentar más
golpes o morir pidiendo perdón como una reina.
---¡Alabado sea mi Señor!
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