3-LA PRÓFUGA
¿Te llamas Hortensia?
−Hortensia,
¿qué haces acá? –se escuchó entre las matas.
Don
Fidel venía caminando entre la vegetación agreste con una rama que utilizaba de
bastón para abrirse paso entre la maleza o por si aparecía alguna culebra. Lo
acompañaban cuatro perros. Murmuraba bajito igual que los ancianos sin remedio,
pero cuando levantaba la voz era porque estaba enojado. Llegó a la tranquera y
se enfrentó con Susan y la niña en sus brazos.
−Hortensia
–volvió a decir con más calma y se apoyó en un poste del alambrado.
A
Susan le dolía el brazo de tanto sostener a la niña que ya se la veía cansada y
llorosa.
−No
me llame así −respondió con un hilo de voz, con tristeza y resignación.
−¿Y
si te llamas Hortensia cómo te voy a decir? –exclamó don Fidel desorientado−
¡Vamos para la casa! Parada allí no ganas nada. ¡Qué locura habrás hecho!
−No
me pregunte, papá. Ya le voy a contar con más calma. ¿Y mamá?
−Está
haciendo una torta como todas las tardes. Sabes que la prepara para nosotros
porque ella no come; dice que el dulce y las harinas le hacen mal a los
intestinos.
Los
dos caminaron hasta la puerta de la humilde vivienda pintada de blanco. La
cortina descolorida dejaba ver la pobreza en la que vivían: baldes de agua, una
canilla que goteaba, cuatro malvones y un pomelo. El burro, y atrás los
galpones abarrotados de carros de abuelos, tractores viejos, trastos
empolvados, gallinas y cerdos revolcándose en el lodo. El auto verde botella no
estaba en el galpón.
−¡Mamá!
–dijo Susan y la abrazó con la niña en el medio en un apretado y sentido encuentro
que la dejó con llanto en los ojos.
Doña
Martina estaba tan confundida como su marido Fidel. Cuando trabajaba con los
Ferrer, los había visitado muy poco y por eso ellos se mantenían ofendidos.
Pensaban que Susan se sentía avergonzada de tener padres humildes, con una
propiedad pequeña y poco futuro. Por eso ella fue a trabajar de mucama, no pudo
estudiar. En cambio, su hermano Aníbal había hecho tres años de abogacía en los
tiempos de la dictadura militar, en los ´70. Aníbal era mayor que Susan. No se
recibió y se dedicó a labrar la tierra igual que Fidel. Tal vez, escapó de
aquello o lo obligaron… No se sabía, nadie preguntaba.
−Hortensia…
¿y ese bebé? –preguntó Martina y corrió la manta para verlo mejor.
−Es
una niña y se llama Alma. No tiene padres, es huérfana.
−¿Y
quién te la dio? ¿Acaso no tiene abuelos y tíos?
−Nadie
–respondió Susan quien ocultaba el rostro para que no se le notara que mentía.
−Le
vamos a dar de comer, pobrecita –dijo Martina sin hacer más preguntas−. Luego
irás al pueblo a devolverla. Nosotros te acompañaremos; además, los Ferrer te
saldrán a buscar. ¿Les dijiste que venías de visita?
−¡No
iré a devolver nada! ¡No me obliguen! ¡Los Ferrer se pueden ir al infierno!
–gritó Susan fuera de control.
−¡Por
Dios, hija! ¿Qué has hecho?
Doña
Martina sospechaba de algún manejo oscuro de su hija. No quería quedar
involucrada, manchada; ellos eran honestos y demasiado derechos. Fidel se
mantenía callado y, con las manos detrás de la espalda, caminaba de un lado a
otro de la cocina. No quería enojarse porque se transformaba; intentaba
calmarse, le hablaba a su yo interno. Martina lo miraba buscando respuestas,
pero él desviaba la vista. Susan no podía contener los nervios y le ofreció la
niña a Martina para que le diera la leche. Encontraron una mamadera de cuando
Susan era pequeña y la acondicionaron para el momento. Alma no lloraba y los miraba
con sus enormes ojos azules.
−Es
muy hermosa, pero debe ser llevada con las autoridades. No sé. Creo que no se puede
tomar un bebé por gusto para adoptarlo, aunque no tenga familia.
−¡No me importa si no se puede! –gritó Susan−. La niña es mi hija y ustedes deberán callarse porque si no me voy y no me ven más
−Hija, reflexiona –agregó Martina con voz dulce, intentando persuadirla de que debía volver atrás−. Si la trajiste del pueblo pueden venir a buscarla, estamos tan cerca.
En
ese momento un auto, que venía por la calle levantando polvo, se detuvo.
Susan
se asustó; se hallaba demasiado susceptible. Le arrebató la niña a su madre y
se ocultó en los cuartos.
−¡Cuidado
con decir algo! –amenazó.
−Es
don Pascual que siguió para su rancho –gritó Fidel.
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