Mía
apareció en la sala con los ojos llorosos y el alma en pena. Interrumpió la
conversación que le parecía trivial frente a la ausencia de su hija. Sentía que
no tenía derecho a ser feliz, a criar un hijo, a vivir como la mayoría de la
gente. Mía no reconocía sus errores, era soberbia igual que Dolores y, ante el
infortunio, se mostraba agresiva en vez de ser una mujer humilde y doliente.
−¡Tú
tienes que traer de nuevo a casa a mi hija! –le gritó a Guillermo cuando lo vio
sentado en el living con las manos cruzadas; parecía rezar un rosario entero
mientras Roberto iba y venía de un lado a otro de la habitación buscando un
rumbo a su propio camino sinuoso de cuatro paredes.
−Esta
vez no sé cómo buscarla, no soy Dios ni mago. La policía tiene que hacer ese
trabajo. La otra vez fue diferente porque yo llegué de sorpresa a la casa de la
abuela Úrsula y estaba allí.
−¡Inútiles
los dos! –vociferó Mía y comenzó a beber unos licores que tenía acumulados en
una mesa con cristales tallados.
−¿No
entiendo cómo pueden vivir así? –dijo Guillermo al observar la casa en completo
abandono: revistas y diarios por todos lados, ropa sobre las sillas, vasos y
platos sin lavar.
−¡Susan
se fue! –gritó Mía otra vez−. Necesito una nueva sirvienta. ¿Conoces a alguien?
Ya que te metes en lo que no te importa.
−Puedo
preguntar en la parroquia. Lo único que te pido es que si envío a alguien la
trates con respeto porque no todas son como Susan que resisten tantos años los
gritos e insultos. Hoy la gente ya no se calla nada. Si quieres respeto tienes
que empezar por respetar al otro.
−¡Siempre
hablando como un cura! ¡Eres un hombre!
−Soy
un hombre, por eso te aconsejo, pero tú igual que siempre prefieres desoír las
recomendaciones. Así te va, hermana.
−Ahora
te pones en verdugo.
−Lo
que quieras. Me voy. Necesito saber el nombre del profesional que defiende a
mamá.
−¿Por
qué? –preguntó intrigado Roberto.
−Es
un asunto mío, privado. Me lo pueden decir o tengo que ir a la prisión a
preguntarle a mamá. Piensen que se trata de ella y de su libertad.
Roberto
lo miró con recelo.
Algo
le decía que su hermano Guillermo, el blando, el que nunca se enteraba de nada,
tenía un plan. No podía entenderlo ni aceptarlo. Era él quien debía sacar de la
prisión a Dolores y no el pusilánime de Guillermo.
“De
dónde puede encontrar una prueba este inútil. Siempre fue muy miedoso y
patético. Se fue de cura para protegerse de los temores y para escapar de las
responsabilidades. ¡Cobarde! Esa cara de santo no lo exime de ser un hombre
desordenado y vengativo. Que sea sacerdote no tiene importancia, para mí es el
mismo Guillermo que se callaba todo y que lloraba por los rincones, pero luego
iba con todos los chismes a papá para que él nos pusiera sus absurdos límites”,
pensó Roberto antes de ir a buscar los datos del doctor para entregárselos a su
hermano.
−Acá
está anotado el nombre y la dirección.
−¿Es
del pueblo?
−Sí.
Se llama Gustavo Morales y vive en la calle Independencia al 3100.
−Está
bien. Lo iré a ver lo más pronto posible.
−¡Y
mi hija! –gritó Mía con egoísmo.
−Sal
tú a buscarla, investiga, pregunta a los vecinos. ¡Haz algo! ¡Siempre esperando
de los demás! ¿De dónde era Susan? ¿Del pueblo, de otro lado…?
−No sabemos.
−¡No
saben porque nunca repararon en quien tenían al lado, por más que recibían mil
atenciones. La gente es de alguna parte. Pobre, rica, merece un minuto de
atención, merece escuchar sus necesidades, sus vacíos, los sueños. Hasta sus
dolencias físicas. Las buscan para usarlas y cuando ya no las necesitan las
desechan como un trasto viejo.
−¿Quieres
decir que ella pudo vengarse?
−No
sé. La cabeza teje y desteje, el rencor se acumula, también la indiferencia. La
vida cambia y los cambia para bien y para mal. Algunos se enojan con Dios y
otros lo aman más que nunca. El ser humano es impredecible y hay que temerle.
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