Tomasa,
con sus pocas fuerzas, servía la mesa y los pasteles. Doña Emilia, para
colaborar, le acercaba los platos. De paso, vigilaba a Genoveva que parecía
alborotada y fuera de control. Ella no era igual que las otras jovencitas. Por
lo menos así lo veía Emilia.
Después
de tomar el té, Nieves se puso a tocar el piano. Las demás cantaron canciones
vienesas y hablaron de admiradores cercanos.
−¿Y
Conrado? –preguntó Elena.
−Está
en la Universidad.
−Ah…
claro.
Genoveva,
al verlas distraídas, se ocultó detrás de una columna y con la vista fija en
las niñas que parecían entretenidas, subió la escalera. En el primer piso buscó
la luz de un farol porque el pasillo alfombrado se hallaba oscuro. Los cuartos
eran muchos y temía ser descubierta. No conocía la casa; tal vez, debería
volver en otra oportunidad, cuando alguien le diera una visión más clara de
cómo estaban ocupadas las habitaciones.
“Demasiados
cuadros y farolitos con tulipas rojas. ¡Qué mal gusto! Parece un antro de
mujeres fáciles”, pensó temblando.
−¡Qué
busca en el primer piso! –escuchó una voz y se quedó inmóvil, de espaldas −.
¿Perdió algo?
−El
toilette –respondió con debilidad.
−El
de las visitas está abajo, por el pasillo que va al living. ¿Cómo se le ocurrió
que podría estar acá? –la reprendió Tomasa, quien venía a ofrecerle un coñac a
don Amadeo−. ¡Baje rápido antes de que la vea doña Emilia! –la retó con
desconfianza.
−Tomasa…
−alguien llamó.
La
criada se quedó petrificada ante la evidente presencia de doña Emilia y empujó
a Genoveva dentro de un armario donde guardaban los trastos.
−Señora
–respondió acomodándose el pelo y la ropa.
−Qué
haces acá, está llegando la gente que viene a buscar a las niñas: padres y
hermanos. No puedo sola.
−Es
que vine a ofrecerle un coñac a don Amadeo. No se preocupe. Ya bajo. Usted
descanse. ¿Por qué no se recuesta un poco que yo me ocupo de las visitas?
−Diez
minutos, nada más. Me duele la cabeza.
Emilia
se fue a su cuarto porque dormían en habitaciones separadas. Para descansar
nunca se ponían de acuerdo: uno tenía frío y el otro calor, a él le gustaba
leer hasta tarde y doña Emilia quería permanecer a oscuras, en silencio, para
escuchar cuando regresaba Conrado de las salidas nocturnas. Eso la preocupaba
demasiado y el corazón le latía fuerte, con intensidad y desbocado.
Tomasa
agarró de un brazo, con brutalidad, a Genoveva y la arrastró por el pasillo
espejado rumbo a las escaleras.
−¡Despacio!
¿Quién se cree que es? ¡Me lastima!
−¡No
me hable! ¡Impertinente! Mocosa atrevida. ¿Quién la educó a usted?
−¡Más
respeto! ¡Usted es una sirvienta! –le gritó con soberbia.
−Sí,
pero honesta y fiel a mis patrones.
−Bah…
−exclamó Genoveva con cinismo y se arregló el vestido. Nadie vio la escena
porque las jóvenes se hallaban en el zaguán recibiendo a las familias.
Genoveva
del Campo miraba de lejos; a ella nadie la había venido a buscar. El lugar se
despejó pronto y sólo quedaron Andrés Rosas y Nieves, más atrás Elena
intentando colocarse la capa de piel. Su primo, por orden de los padres, la
había pasado a recoger. Mucho no le creía, pero debía obedecer. Ya lo conocía.
Llegar a la casa de Nieves de improviso era su propósito.
“En la tristeza todo se
vuelve alma”.
Ernesto Sábato.
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