María era muy dócil y respetuosa. No obstante, pasaba mucho tiempo en sus actividades. Anna la vigilaba, de lejos, pues María quería realizar sus tareas sin espectadores. Entraba y salía de las cámaras reales como un relámpago, miraba todo con expectativa y placer. A Juana Seymour la quería y ella también; María debía ser protegida de los hombres de la corte y de los predicadores que lavaban almas. Ella era igual que Catalina: estatura baja, bonita y sensible.
Los servicios eclesiásticos comenzaban por la mañana. Presbíteros envueltos en nubes de incienso, atraían a la feligresía. María asistía a la iglesia, era católica como su madre.
Isabel entró al templo, brillaba con el traje modesto que parecía un uniforme. Estaban algunos nobles de la familia de Catalina con sus medallas e insignias, hombres de armas y los salterios con las reliquias de los antepasados.
A la derecha del altar, había flores y un centenar de espectadores y princesas. Las plataformas se erigían y dejaban espacio para las máximas autoridades.
Afuera, la gitana de abalorios de marfil se parecía a Ana Bolena; otros adivinos trataban de vaticinar los destinos sin saber que el hado es maquiavélico y marca un solo paso, el resto es propiedad del ser humano que transita por el camino de la vida.
Isabel comenzó a cantar como lo hacía siempre con su voz de criatura porque no era una novata; las arpas achispadas en la bruma sonaban como ecos celestiales. María lloraba de emoción y acompañaba los sones de las cítaras mientras algunos se sublevaban sin tener idea clara de las cosas.
En medio de ese coro axiomático se escuchó el llanto de un bebé, la pequeña hija de Ana Bolena y, en la multitud, como el mismo demonio, se elevó la figura del hombre de la caperuza.
Isabel derribó bancos, el mantel bordado del altar y huyó… María, extasiada por la bella voz de la dama de la corte, corrió detrás de ella. Anna gritaba y el rey daba órdenes a los oficiales, pero ambas se perdieron en la densa niebla de los parques.
Isabel y María se ocultaron en una gruta en medio de la noche y frente a los testigos huecos que movían sus huesos igual que marionetas desnudas. La joven princesa miraba a Isabel como si fuera su madre pero ella trataba de no custodiarla demasiado. No quería amarla por temor al castigo; reprimía su impulso devorador de mamá estéril porque le tenía mucho miedo al rey.
Por la mañana, fueron rescatadas de la caverna y llevadas ante Enrique. Anna se ocupó de María y el monarca ordenó a los guardias que llevaran a Isabel a la celda de condena, en los sótanos y sin comida por varios días.
La joven, en esa prisión, imaginó la rueda de tortura suspendida del techo sobre una cama que tenía esposas para las piernas y los brazos. Dichas esposas estaban conectadas a una palanca que se accionaba mediante una manivela que estiraba el cuerpo del rebelde sujetado con cuerdas. Luego se bajaba la rueda con sus púas de hierro doblado para aplastar sus huesos. Era un instrumento prehistórico que se usaba en la torre del suplicio, la más alta, la que tocaba el azul del cielo en la tenebrosa Torre de Londres. Isabel creía que la iban a ejecutar por haber transgredido las normas.
Lady Shelton, con la princesa en brazos, se deslizó por el polvoriento pasillo de los herejes. Llegaron hasta la celda sin ser vistas. Allí, frente a la ventanita de barrotes herrumbrados, la figura acurrucada de Isabel.
---¡Venid a la puerta! --–la llamó Lady Shelton---. Os rescataré de este infierno, confiad en mí.
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