Susan
no hablaba, parecía muda y Fidel y Martina ya no preguntaban nada. ¡Cuánto misterio!
−Iremos
a un juez o donde deba ser a devolver a la niña.
−Si
lo hacen me mato.
−¡Hortensia!
¡Por Dios! No sabes lo que dices. ¿En qué te has convertido? Esa gente con sus
delirios te ha cambiado. Tú no eras así. Parece que hubieras robado el bebé en
vez de encontrarlo solo y huérfano.
−Lo
dejaron en un canasto en la puerta de la iglesia.
−¡Mientes!
–gritó don Fidel. Conozco al padre Roque y le iré a preguntar mañana mismo. No
te olvides que el pueblo es chico y por la zona corren las noticias.
−¡No,
papá, por favor!
−Deja
de llorar y cuenta la verdad. Así te podremos ayudar.
−Es
que no la van a aceptar. Mejor me voy.
−¿Dónde?
¿De qué vas a vivir? No tienes conciencia de la realidad. ¿Amas a esa niña? ¿La
quieres? ¡Contesta! –gritó doña Martina fuera de control.
−Sí,
con toda el alma.
−Entonces,
cuéntanos.
−No.
No lo entenderían –respondió y se fue al cuarto, se alejó dejando miles de
interrogantes, miradas insurreccionales, un torrente de pausas y más confusión.
Un aturdimiento bravío e impotente que los obligaba a ir contra los valores
morales y de respeto.
−Yo
creo que tuvo un hijo de soltera –reflexionó Martina.
−Puede
ser.
“Aprendí
a callar, a fortalecerme hasta agotar la valentía. A desprenderme de cada
recodo, de cada esquina, con el corazón entre mis manos. A huir del silencio
pegado al cuerpo y sentir frío, todavía. Pretendo seguir tras alguna huella
porque la ilusión tiene coraje, quiere florecer y perdonar. Ellos se tienen que
olvidar de mí y de Alma, ellos se tienen que perdonar a sí mismos por haber
sido tan mezquinos. Yo no tengo la culpa de nada. Soy una víctima de la
sociedad que suele marginar a los humildes con la soberbia del poder. No todos,
algunos. Mía Ferrer me debe mucho y yo ahora ya le he cobrado. Tendrá que beber
de su propio veneno para saber lo que se sufre. Con mis padres no sé lo que
haré, ellos no me van a entender nunca. Tal vez, sería mejor que les contara la
verdad. Lo pensaré. Es muy pronto para descorrer el telón, pero debo estar
alerta porque en algún momento vendrán por mí”, pensó Susan acunando a la niña
que parecía no extrañar a nadie. Es que ella la había criado, le había dado
amor y calor, había velado su sueño y cuando estaba enferma. Mía sólo le daba
un beso cuando llegaba de sus salidas; a veces, con algunas copas de más.
Alma era, para Mía, algo que le había pasado por descuido. La quería, pero no podía cambiar sus hábitos de vida. Era demasiado joven para permanecer atada a un bebé que nunca estuvo en sus planes. Si hubiera vivido Salvador la hubiera rescatado de ese problemático destino, con el amor que sentía por ella. Sola, sin pareja ni padres, la rebelde Mía parecía un barco a la deriva, en riesgo, abatida, hueca, y reclamando lo que no sabía dar. De todas maneras, llevarse a Alma no había sido buena idea y menos con ese deseo corrosivo de venganza que la perjudicaba a Susan. La convertía en una mujer con sentimientos tramposos, sin norte, abrumadores, que no la dejarían vivir en paz nunca. Ella no era así, la inventaron, la disfrazaron e hicieron de titiriteros para caer en la oscuridad de quien no tiene retorno.
−Vamos a dormir porque llueve –le dijo Susan a Alma y le dio un abrazo apretado.
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