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Puerto soledad (Primer combate. La marginación. 4ta parte)

 



La tía Roberta, devastada por las miserias de la tentación y el vicio, no era un buen estímulo. Laurentino, al escuchar el planteo del muchacho, disimuló una sonrisa y trató de dibujar una mueca tan ridícula como la cara. La tranquilidad lo convertía paradójicamente en un individuo agresivo y la parquedad desafiaba al monstruo que guerreaba en su cuerpo. Era obvio que no estaba de acuerdo, pero por el momento ellos no le temían a la resolución de un discapacitado porque no podía convertirse en un viajero como Cervantes ni borrar la historia con una pincelada de su querido Dalí. Era esclavo de ellos, estaba preso de sí mismo y sin dinero; como el ganado que trata de guarecerse en un establo pero sin saber si es invierno o verano.

Emilio pensó toda la noche porque eso parecía que lo aliviaba de las tensiones. Recorrió los versos de Alfonsina frente a la pared con un Cristo austral, Salvador o Mesías, que sufría crucificado y resumía la unión de los contrarios: lo vertical, lo positivo; lo superior, la vida frente a lo horizontal, lo negativo; lo inferior, la muerte. Esa imagen representaba la libertad y lo miraba desde hacía tiempo cuando iba a presenciar el rito litúrgico en el barco.

 

Duendes de cofia, cofia de rocío

manos de hierbas, tú nodriza fina,

tenme prestas las sábanas terrosas

y el edredón de musgos escardados…

 

            ‒¿De qué voy a trabajar ahora?‒dijo con los ojos hundidos, sin proyectos, herido igual que soldado de muchas invasiones.

Su cabeza iba a estallar con esos pensamientos que lo atormentaban día y noche, aguijoneaban su alma hasta el cansancio y dejaban una maraña de astillas ante la burla fina y disimulada.

En ese monólogo, apretujado de palabras y nombres demasiado famosos, apareció un recuerdo y se encogió de hombros.

Frente a las ausencias, el frío, las llamas y las cenizas… yo debo seguir adelante.



Él resultaba ser un hombre sin futuro, pero nada era tan riguroso como saber que la muerte por la patria calma el desasosiego y decreta reglas que tienen un orden. Su parsimonia lo invitaba a sorber un día más de su existencia pero necesitaba de coraje, pretextos y de algo que alguna vez hizo Hölderlin, uno de los patriarcas de la lírica moderna, refugiarse en un seudónimo, ponerse una coraza para salvaguardar su genio, inventar una locura para escapar de la misma demencia de no poder vivir.

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LA GUERRA DE MALVINAS
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