Isabel Law atendía a la reina junto con la enorme corte de damas en su cámara privada. Catalina era muy religiosa y esa fe le daba la fortaleza necesaria para enfrentar la adversidad sin quebrantarse. Una mujer sumamente culta no podía doblegarse ante el infortunio; sus maestros se lo habían enseñado: Séneca, San Jerónimo, Agustín… Ella estaba sometida al marido de por vida con piedad y devoción. El sufrimiento de madre que había perdido a sus cuatro hijos la debilitaba pero se encontraba absolutamente segura de que su deber era procrear un nuevo heredero hasta perder toda su energía y ese niño debía ser varón.
En 1511, había nacido Enrique pero alcanzó a vivir cincuenta y dos días. En esa época la mortalidad infantil era enorme y no suponía una tragedia para las reinas que estaban al servicio de un país.
Isabel Law veía vacía el alma de la soberana en un mundo irrepetible donde cada uno debía ser feliz. La joven pensaba en la muerte que rodeaba la periferia de los palacios, en las alcobas, en las calles, sobre la Torre de Londres…; desde niños hasta ancianos marqueses, desde eruditos hasta ignorantes. Todo resultaba ser muy oscuro para los grandes señores cuando no podían doblegar las leyes.
A la pequeña dama de la corte le gustaba el canto y agradecía a la Virgen santa por la inspiración y el don que le había regalado. Isa le cantaba a la reina y también a Enrique Vlll en las mascaradas que se realizaban en la corte donde participaban amigos y jóvenes de buena familia ataviados con terciopelos coral y sombreros de diversos formatos.
La voz de Isabel se elevaba a las alturas y sus ojos quedaban fijos en la reina que reía en medio de tanta frivolidad. ¿Será feliz?. Esa mirada recorría su cabello dorado y la piel blanca, el resto de su vestido y aquellas manos pequeñas. Cuando se hallaban solas le recitaba los versos de Tristán e Isolda que conocía de memoria y le leía una novela de caballería “El Amadís de Gaula” que era muy popular en España.
Catalina de Aragón era reservada y no confesaba sus miedos a los servidores pero Isabel notaba que no estaba contenta con su destino; tal vez, las sombras amenazadoras y desleales arrastraban las dudas de todos con el fin de ejecutar los más increíbles negocios. La reina temblaba y reaccionaba rápidamente ante los movimientos bruscos o los gritos; aquella muñeca de cera llevaba una vida casi estéril.
Isabel sentía lo mismo porque algo le faltaba; tal vez, el artificio del lujo, quizá un amor incondicional o la aventura.
La sala de Catalina era de techo alto muy alto; los muros recubiertos de oro y plata representaban pájaros, ángeles y caballos. Más arriba, todo era bermejo y azul y se encontraba tan bien barnizado que resplandecía igual que un cristal.
En alguna pared, quizá, los ojos vivientes de “La Gioconda ” miraban las travesuras de la adolescente que no entendía la magnitud del valor de las obras pictóricas.
-Dicen que era la esposa del florentino Francisco del Giocondo-comentaba incrédula Isabel.
Catalina, en cambio, conocía las técnicas y lo nuevo que llegaba de España o de Roma. Sabía que Miguel Ángel había pintado la Capilla Sextina del Vaticano.
Ella, a veces, se sentía presa de ese hombre pero le obedecía ciegamente porque así debía ser; Catalina una discípula más, encadenada, amada y perseguida, humillada por los amoríos del rey.
Isabel Law copiaba los gestos de la soberana romántica y tierna porque la admiraba; en su interior y a la distancia experimentaba las mismas sensaciones. Sin embargo, Auguste no se parecía a Enrique Vlll. Su esposo era dócil y de buen carácter, aunque siempre desconfiaba de él por su misterioso silencio y porque descuidaba el hogar con diversiones absurdas. Se desempeñaba como mensajero del rey; Enrique lo había traído de Francia hacía diez años. Por entonces, era un joven guardia del Castillo Condal, Chateaux Comtal, adosado a la muralla galorromana y aislado de la Cité por un foso y una barbacana. San Luis construyó la parte exterior y la terminó Felipe, el atrevido.
Aguste Deux, caballero andante, se parecía al “Cid Campeador” pero no era ni tan valiente ni tan guerrero. Siempre se excusaba, delante de todos, y decía que era un pobre hombre, de humilde origen, al lado de los señores de Inglaterra. A menudo, recordaba la “guerra de los cien años”; las flechas de los ingleses y los gritos de Felipe Vl:
-¡Matad a toda esa gentuza!
Auguste posesionado por los acontecimientos pasados parecía un insano, igual que su amada esposa con los recuerdos de Juana de Arco y los sacrificios.
“Rey de Inglaterra y vos Duque de Bedfort que os decís regente del reino de Francia, dad razón al rey del cielo. Rendid a la “doncella” que es enviada por Dios, las llaves de todas las buenas ciudades que habéis tomado en Francia… y vosotros compañeros de guerra, gentiles hombres y los otros, que estáis delante de Orleáns, idos a vuestro país… yo soy enviada de Dios para echaros fuera de Francia.”
Carta de Juana de Arco en Orleáns al Campamento inglés.
------De La Nodriza esclava
L.Fraix
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