Desde una ventana, miraba el bosque de enanos.
Auguste no se atrevía a gritar de furia en la alcoba que le
habían dado en el palacio del rey.
La cárcel alzaba sus rejas detrás de la esperanza de una
nueva vida y los tabiques villanos se volvían firmes columnas de acero.
Finalmente, Isabel se casó con Auguste Deux.
Isa, como la llamaban algunos conocidos, había nacido en el
año 1500; ya tenía quince años. Vivía en una aldea próxima al extremo de la
calle que llevaba al palacio del rey Enrique Vlll hacia lo alto de la villa, un
fastuoso edificio rodeado de treinta hectáreas de jardines. En las afueras, se
ubicaba una parra de viñedos y arbustos cercanos a un canal privado con patos,
gansos y cisnes. Sobre otro extremo del edificio predominaban los rosedales y
demás plantaciones. La capilla real impactaba por su magnificencia ya que se
hallaba revestida en madera con un extraño diseño de azules y dorados.
El camino hacia la residencia, muy frecuentada por
caballeros de la corte y damas de sangre real que eran servidores de muchos
años atrás, era caliente en verano, oscuro en sus tramos, estaba dominado por
altas murallas.
A Isabel le ocasionaban disturbios mentales esos senderos despojados de esplendor; se tornaba pálida y fría como una persona poco normal. A menudo, escapaba cuando su esposo Auguste la iba a buscar a la fortaleza donde descansaban las personas de servicio. Pasaba corriendo frente a los prostíbulos y monasterios, desesperada, con ese andar loco de niña disconforme con su origen. No era hija de condesa, ni de duques, ni de alcaldes; sin embargo, sabía hablar latín perfectamente, conocía de música y de literatura y llevaba una sangre ardiente que la inclinaba hacia un mundo rivalizado y sorpresivo donde la sumisión era la única alternativa de supervivencia.
Isabel le temía a
Isabel quería huir de ese estado belicoso del que era presa
porque odiaba la castidad, la obediencia, la pobreza y el sometimiento ciego de
todos y cada uno de aquellos seres de la realeza que se entregaban a los
convenios políticos antes de nacer. Ella formaba parte de la corte de damas por
una inexplicable razón ya que era una humilde aldeana sin ceremonias; tal vez,
una princesa de Gales destronada o una aparición sobrenatural.
Juana de Arco era su Cristo venerado; una pobre campesina
que tenía dieciséis años cuando se presentó al Delfín Carlos y le pidió el
mando de las tropas para liberar al país de los extranjeros. Cuando lo
consiguió se dirigió contra los ingleses, en poco tiempo les hizo levantar el
sitio de Orleáns.
Toda Francia se llenó en entusiasmo y el Delfín fue llevado
hasta Reims donde se consagraban los monarcas franceses. Juana lo hizo coronar
como rey legítimo. Con ello había cumplido la misión.
Poco después, traicionada por la envidia de los príncipes, cayó en manos de los borgoñeses y estos la vendieron a los ingleses quienes la juzgaron como bruja y hereje y en 1431 la condenaron a morir en la hoguera.
“Hemos declarado por
justo juicio que tú Juana, vulgarmente llamada “doncella”, has caído en errores
variados y crímenes de cisma, idolatría, invocación de demonios y muchas otras
maldades. Puesto que cierto día tú habías renunciado a ellos, hecho juramento
en público, voto y promesa de no volver jamás a dichos errores o a alguna
herejía… pero tú has caído, ¡Oh dolor! Juzgamos que eres relapsa y herética;
estimamos que un miembro podrido, para que no infecte a los otros, deber ser
estirpado; nosotros te rechazamos y te abandonamos…
Juana de Arco fue ejecutada. Un verdugo la ató frente a los haces de leña que alimentaban la hoguera. A la derecha, se hallaban dos monjes; uno de ellos llevaba una cruz.
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