MELANIE
Y RODOLFO
-1875-
A partir de la
segunda mitad del siglo XlX, los gobiernos que se sucedieron en Buenos Aires
trataron de afianzar el porvenir nacional basándolo en la explotación
agropecuaria. Esa orientación estaba fundamentada en el sentido de la
orientación argentina dentro de los planes de la economía familiar trazados por
algunas naciones de Europa, planes en los cuales se le había asignado al país
el papel de productor de trigo y de carne vacuna.
Próximo a terminar
el período de Domingo F. Sarmiento, se realizaron elecciones en las que resultó
triunfadora la fórmula del Dr. Nicolás Avellaneda.
Año l875. Algunos
hijos de Francisca y Juan José se habían casado…
El desaliento
inicial se veía reemplazado por la determinación colectiva de lograr mayores
ganancias para llegar a una posición económica que les diera un lugar y un
nombre. Eso ya se notaba. La autoridad que les daba el apellido comenzó a abrir
la puerta a un futuro promisorio y poco a poco ese destino ayudado por los
esfuerzos, la lucha cotidiana y hasta el sacrificio de la pobreza los
convirtieron en dueños de una pequeña potencia.
Melanie conoció a
un hacendado joven, hijo de inmigrantes, llamado Rodolfo Chabot que la sedujo
con sus aires de noble. Venía de una familia de abolengo que vivía a unos
kilómetros de allí; refinado y elegante decretaba sus propias ordenanzas
exaltadas por el honor de la familia, que despertaba el comentario de varias
poblaciones que constituían el territorio, una comarca demasiado exigente a la
hora de hablar de matrimonio.
La muchacha cayó
rendida ante los galanteos de ese caballero que la subyugó desde el primer
momento cuando lo vio pasar con su coche de cuatro asientos y con cubierta
plegable (carretela) por el costado del camino frente al portón. Ella observó,
con disimulo, desde la laguna de patos, la adecuada postura y su conducta y
supo entonces que ese sería el hombre de su vida. Los versos resultaron
incompletos ante el sentimiento que crecía abrasador igual que una fogata de
ansiedades no satisfechas. Melanie trataba de reprimir los impulsos salvajes
pero Rodolfo la atraía como un imán a pesar de su casi pueril aspecto, aunque
en realidad no era tan joven.
Los padres de ella
no se opusieron al noviazgo porque estaban orgullosos del yerno al que
consideraban un defensor de las causas justas, en una región demasiado expuesta
a la barbarie. Él mostraba la templanza que le surgía desde sus ya avanzados
treinta y cinco años, situación que no molestó a nadie. La diferencia de edad
los unió más debido a la madurez de Melanie, una joven independiente.
El tiempo
transcurría con un sopor vago de nieblas que inquietaba mucho al sexagenario
Juan José Bourdet. Su hijo Armand ya le había dado tres nietos y se hallaba
instalado en la finca con ellos. Melanie, después de cuatro años de noviazgo
formal, estaba por contraer nupcias con Rodolfo.
El sosiego de esa
atmósfera de criollos los acercaba a la fecha esperada con una interminable
lista de cajas con ajuares, muebles, enseres, ropa, dinero y joyas.
Las horas arrastraban los eslabones de una cadena pronta a quebrarse por el cansancio de la espera. El día de la boda se aproximaba a paso lento, quizá demasiado rápido para doña Francisca.
Melanie y su madre
fueron a Rosario para comprar el traje de novia.
La ciudad había
crecido con ritmo: se habían levantado edificios, había mejorado la iluminación
de gas; se habían abierto tiendas, zapaterías y otros negocios como industrias
entre las que se destacaban los molinos harineros, las fábricas de cerveza y
los saladeros.
Un educador
español, Enrique Corona Martínez, recibió de herencia los útiles del ex colegio
Santa Rosa y entonces fundó un nuevo
instituto que brindó estudios secundarios, nocturnos para trabajadores y aulas
de jurisprudencia.
Los lugares habían
cambiado mucho desde la última vez que Francisca estuvo allí entre el vocerío
de la multitud, cuando llegó de sus tierras y la zona estaba invadida por la
epidemia de cólera.
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